lunes, 19 de noviembre de 2012

Programa SF 41 - Tristan Bauer - 17 de Noviembre de 2012



Si el adjetivo es rimbombante, sospeche
Por Mariana Moyano
Editorial Sintonía Fina del 17-11-2012.

El 5 de abril de 2011 cometieron un crimen. El Estado de la ciudad miró para otro lado -como hace cada vez que quiere desentenderse de los pobres- y una ambulancia no ingresó al barrio Padre Mugica, al que la urbanización y no su propia historia llama Villa 31. La consecuencia de esta negligenci
a bien regada con el discurso de la seguridad fue que un hombre murió. Sin atención ni cuidados. Y sin nombre. Y ahí el otro delito que no está tipificado en nuestros códigos pero que debería estar marcado a fuego en las conciencias de todos y cada uno de los que en esta nuestra Argentina que a veces parece desperezarse para despertar de una buena vez, ejercemos el periodismo.

Los más malos de todos los malos, ésos a los que siempre -y con razón- señalamos y les señalamos sus intereses, negocios y entuertos; ésos que trafican ideología jugando a la independencia; los mismos que repiten en progresión geométrica la palabra República para pisotear todos los peldaños de la institucionalidad que tengan cerca; ésos que buscan atajos, excusas o cacerolas para anteponer su poder y dinero al de una democracia, le quitaron la posibilidad de irse de este mundo sin el manto de olvido destinado y casi reglamentario en las crónicas sobre pobres.

Pero no fue sólo esta desvergüenza la que hizo su trabajo. El olvido, la costumbre y la no siempre advertida o asumida parte de colonización que todos tenemos también hizo lo propio: el único medio que le dio nombre, y con ello identidad, historia, familia, amigos a este hombre fue Página 12. "Aunque el certificado de defunción diga que Humberto Ruiz, "Sapito", murió de un paro cardiorespiratorio luego de un ataque de convulsiones provocado por epilepsia, no fue así. Sapito murió de discriminación", escribió este diario, al que bien la Presidenta describió como un faro, una "contraseña". Los otros, los ajenos y lamentablemente, muchos de los propios, nada.

Viví esta pequeña anécdota como un síntoma, como un llamado de atención, como un mojón, como la obligación de detenernos y pensar. ¿Liberar el espectro de oligopolios y concentradores; limpiar nuestro éter de ambiciosos y voraces no va, acaso de la mano, de pensar un modo diferente de comunicación? ¿Y esa otra comunicación no implica otros (nuestros) soportes, otras (nuestras) lógicas, otros (nuestros) mecanismos, otras (nuestras) herramientas?

Debe haber alguien, alguno, alguna, por ahí, con un poco de furia, enojado, respondiéndole a la radio para contestarme a mí: "Yo no. Yo no los compro, no los leo, no los miro. Soy libre de ellos y sus formas". Ahá, pues malas noticias: la industria y la cultura, ni hablar, tienen sus modos más complejos, más sutiles, más entreverados, más tramposos, más contaminantes. ¿Cuántos de los seres libres, puros y atentos que pululan por este debate han comprado discos de la colombiana Shakira o de la furiosa anticastrista Gloria Stefan? Pocos o ninguno, apuesto y sé qué gano.

Pero ¿cuántos de esos mismos, apenas la maquinaria se pone en funcionamiento y lanza una de sus canciones puede tararear aunque más no sea una frase del estribillo? La mayoría. Apuesto y gano sencillamente porque sé que ellos vienen triunfando desde hace rato. De esto va esta batalla. De ahí es la obsesión.

¿O acaso no son los poderosos triunfando cada vez que uno de nosotros se refiere a los noventa días de rutas cortadas como "el conflicto con el campo"? ¿No suben ellos al podio cuando decimos "la gente" y "la clase política" para nombrar a nuestro pueblo y a nuestros dirigentes? ¿No se frotan las manos cuando hablamos de inseguridad y le dedicamos esa palabra enorme sólo a los delitos contra la propiedad? ¿No somos nosotros hablados por su propio periodismo cada vez que una cámara oculta, un show o el vértigo de la primicia y el espectáculo pisotean a una forma distinta de ejercer la profesión?

Hay un canalla que siempre lo fue y hacía de las suyas desde mucho antes de que la mayoría se diera cuenta. En el preciso momento en que toda nuestra Argentina se destrozaba a pedazos y los escombros se nos caían en nuestras cabezas, envió una cámara a Tucumán y convirtió en nota de alto impacto el crujir de una pancita con hambre. Lo logró: Barbarita, la nena desnutrida lloró en televisión. De hambre y de furia y de injusticia y de desnutrición.

Esa chiquita de entonces, es ya una mujercita. Mientras ella crecía el Estado fue otro, cambió, intervino, se metió y la ayudó. Y llegó, con netbook y oportunidades, con créditos y dignidad. Cuán noble es que esto se sepa, cuánto da cuenta de la nueva Argentina. Cuán difícil no caer en los tentáculos del monstruo y hacer en nombre de objetivos loables un trabajo entrañable con armas adversarias.

Porque la cosa vino pensada. Del mil novecientos para acá. Fue una guerra por el territorio, pero más por los modos de pensar. Uno, que de convencer con la metodología imperial algo sabía -me refiero al ex secretario de Estado de los Estados Unidos Edward Barrett- sostuvo durante la emblemática década de los 50 que "en la contienda por ganar la mente de los hombres, una hábil e importante campaña es tan indispensable como la fuerza aérea".

A cada modelo económico le corresponde un modelo informativo y en eso se les fue la vida. Porque la gran labor fue que todos creyéramos -ilusos ingenuos- que la cuestión era el contenido, mientras nos colonizaban con sus formas. ¿O acaso es una circunstancia climática y natural que el neoliberalismo le haya robado, extirpado, a la crónica contemporánea de las cinco W justo las dos (cómo y por qué) que pueden indicarnos contexto y ponernos en situación, esos dos interrogantes que nos permiten tener parámetro de comparación?

Si la democracia lo logra y le tuerce el brazo a la corporación que está dejando todo en imponerse, se nos abre un escenario impensado. Por la novedad y por el desafío. Un terreno en el cual deberá ser más protagonista la creación propia que el señalamiento de lo malo ajeno. Una época en la cual llenarnos la boca sólo será honesto si sostenemos el alarde con los detalles de nuestra labor.

Porque si el adjetivo es rimbombante, amigo oyente, sospeche. Se sostiene en la oración lo que esculpe la militancia. Los barnices de calificaciones son sólo eso, pinceladas en la superficie.

La pelea política -más que nunca- también se da en la gramática. Porque, como les decía, de eso va la batalla y de ahí es la obsesión.

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