domingo, 15 de diciembre de 2013

Programa SF 97 - Marcelo Sain - 14 de Diciembre de 2013


La Zozobra
Por Mariana Moyano
Editorial SF 14 de Diciembre de 2013

Fue como una daga que entró en el cuerpo por la cabeza y cruzó todo el esqueleto con una capacidad única de hincarse y detener por un segundo el corazón, para ponerlo luego a palpitar a un ritmo que sólo se enciende con este tipo de agitaciones. Es la zozobra. Es ese vilo que parece poder detener el transcurso del tiempo. Esa sacudida que pone a la respiración en stand by y que corta el aliento. Porque uno los ve, de frente, los ve venir, a esos que quieren poner a la democracia entre paréntesis para luego cargársela. Excúsenme todos los racionales y acúsenme de exagerada. Lo voy a decir tan cual lo viví: sentí el mismo desasosiego, temor y aflicción de 1987. De abril de 1987, de aquella Semana Santa en la cual Democracia o Dictadura no era un slogan televisivo sino una dicotomía cercana.

Verlos y ver en vivo y en directo lo que sucede cuando el Estado se retira, en este caso, por determinación de bandas de rapases a las que les damos las armas de la seguridad pública cotidiana; observar cómo funciona el artilugio por el cual el paso al costado de esos uniformes da lugar a que los violentos organizados realicen lo que ese mismo repliegue provoca como consecuencia o como premeditada planificación, es lo que, inevitablemente, nos lleva a poner en ON el lado conspirativo de nuestro raciocinio y ratificar cuán con D -de un apellido ilustre en las lides del hacer en las sombras- empieza el ya desde hace un tiempo -y no por casualidad- conflictivo mes de diciembre.

Público es un periódico español y, como toda la prensa dominante de la península ibérica, no le tiene particular simpatía a la Presidenta local por lo que suele echar por tierra o burlarse de sus argumentaciones. Sin embargo, en esta oportunidad, no titubeó. El 11 de este diciembre tituló: “La Policía se levanta contra Cristina Fernández”. Así, terminante. Clarito. Y “copetea” por el mismo carril: “En la víspera del aniversario de la democracia argentina, cientos de opositores se lanzan al saqueo de comercios y dejan tres cadáveres en las calles”.

Hubo otros que -obviamente, cuándo y por qué no- le metieron toneladas de combustible inflamable al ya calentito re verano argentino: “Las muertes por los saqueos ya equivalen a tres choques de Castelar”; “Los saqueos en Tucumán llegaron a la TV japonesa”, dijo Perfil. “Argentina sigue marcada por ola de saqueos” y “Argentina festeja 30 años de democracia en medio de saqueos y violencia”, la CNN gusana.

Miguel Bonasso, antes, cuando no ponía toda su energía en odiar y eso le permitía tener una cabeza abierta y lúcida, escribió “El Palacio y la Calle”, una crónica de “insurgentes y conspiradores”, según el mismo llamó a su libro sobre el 19 y 20 también de un diciembre, pero en este caso de 2001. Dijo allí que hay una “amalgama de circunstancias” pero que esa “compleja” mixtura no borra la “existencia de una conspiración”.

No era para él, ni para quienes hoy comparten espacio ideológico con él, desopilante interesarse –un ejercicio que se parece cada vez a honestidad intelectual y obligación ética- en buscar si había hilo detrás de las acciones y, sobre todo, si alguien los movía. Si hubieran mantenido un mínimo grado de consecuencia no dirían estupideces luego de escuchar a la Presidenta de la Nación decir -nada menos que en el acto de conmemoración de 30 años ininterrumpidos de democracia- que ella no es ingenua y que no cree en las casualidades ni en hechos que se producen por contagio; y que debemos notar que también hubo un 10 de diciembre de 2010 con un Parque Indoamericano, de un momento a otro, tomado.

Antonio Bonfatti no fue menos enérgico: habló de “los policías, en su carácter de coautores, cómplices, determinadores e instigadores". Y de quienes "como funcionarios públicos o particulares hayan participado criminalmente en su perpetración por los delitos de coacciones calificadas, asociación ilícita agravada, atentado al orden público, sedición, violación de los deberes de los funcionarios, cometidos contra la libertad, el orden público, los poderes públicos y la administración pública, en concurso formal" para indicar, además, que los uniformados plantearon sus reclamos "bajo la amenaza cierta de incumplir con sus obligaciones en pleno conocimiento que tales omisiones permitirán la comisión de múltiples delitos por parte de otras personas, aprovechando esa inactividad prevencional".

Consecuencia, coincidencia y el mismo vigor en la condena que el discurso del oficialismo nacional. Pero como la grandeza parece estar un tanto vintage y lo que importa es obtener alguna migaja sin que importe si vino mal habida o mal parida, hubieron un par de ex dirigentes y ex consecuentes de la inicial CTA, que al unísono clamaron: “el acuartelamiento y los saqueos son consecuencia de la falta de democratización que es haber convivido hasta rozar el límite de la complicidad; seguir postergando la situación salarial de los trabajadores provinciales y municipales; no asumir que un año se termina con un proceso de aceleración de precios y casi el 30% de inflación anual y deterioro del empleo y seguir haciéndonos penar por más muertes en la Argentina”. Y, ya que estamos y como no cuesta nada echarle leña a la fogata política, no faltó el que lanzó: “resulta muy grave que el Gobierno Nacional quiera disuadir y criminalizar cualquier reclamo social con un comando conjunto de operaciones de fuerzas de seguridad a nivel nacional, mientras niega bonos salariales, actualización de planes sociales, y refuerzos a los jubilados. Una vez más su relato de modelo virtuoso para el pueblo argentino entra en crisis. Más aun teniendo en cuenta que no escatima en beneficios para las corporaciones como Monsanto, Barrick Gold, Chevron y Repsol, a la que le pagaremos 5.000 millones de dólares de indemnización por querer ser soberanos”.

Dale que va. Vale todo. Mezclemos que es gratis. Peras con tomates, o como le gusta decir a mi vieja, “el amor con el ojo del hacha”. Sale un dedo acusador hacia la Casa Rosada y la verdadera complejización institucional, el jaque que intentaron (intentan) convertir en mate, borrado, invisibilizado, tapado, oscurecido.

Creo que pese a todo y a todos los mezquinos y pese a toda y a todas las operaciones hay que decirlo con claridad y sencillez: quienes nos pusieron en vilo y fueron directa o indirectamente responsables de 13 muertes no son las casualidades ni las bacterias contagiosas, sino un grupo de personajes con habilitada portación de armas y que saben desde su ingreso a la fuerza que no tienen permiso ni para amotinarse ni para hacer huelga. Se los impiden sus propios reglamentos, se los prohíbe la ley, se los tiene vedado la más mínima convivencia democrática.
A mí, que soy una de esas que durmió en Plaza de Mayo durante las noches de aquellas jornadas del 17, 18, 19 y 20 de abril de 1987; que esperó al Presidente de la República mientras él viajaba a dialogar con los sediciosos y que se decepcionó con el “Felices Pascuas, la casa está en orden”, no se me escapa que la frase completa termina con aquel: “no hay sangre en la Argentina”.

A mí que soy una de esas que se quemó con leche aquellos días y que tal vez sea por eso ve un acuartelamiento y llora, se me heló la sangre estos días: al ver imagen tras imagen, edición tras edición; al ir viendo cómo aumentaba la cifra de muertos; al ver cómo los hechos se encadenaban y lograban una alineación sin fisura; al darme cuenta que iban a ser pocos los verdaderamente demócratas que no iban a intentar rédito propio; y al tener tan cerca el descaro de quienes salieron a la calle a patrullar negocios, vestidos de civil, pero con el arma calzada en la cintura del jean.

Espanto, pavor, estremecimiento, aprensión y no me alcanzan los sinónimos para contar lo que sentí porque ni la historia de la Real Academia Española alcanza para dar cuenta de modo acabado lo que le ocurre en los poros a un argentino que pasa los 40 cuando ve uniformes que no hacen caso al poder político civil y electo.

Las casualidades y el privilegio que a veces nos da la profesión hicieron que los momentos más tensos de todo este proceso (que aún no terminado porque, digámoslo, aunque haya acuerdos, las preguntas vienen solas: ¿cómo se garantizan ahora las futuras paritarias?, ¿cómo se le dice a una maestra rural o a un enfermero de Florencio Varela que para ella y para él no hay un aumento salarial del 350%?) los viviera desde la Antártida. Sí, primero en un Hércules con destino al rincón más alejado de la Patria.

La pregunta hubiera venido igual. Pero tan cerca de otra base, la Esperanza, donde las significaciones cobran más dimensiones; allí donde la escuela primaria se llama Raúl Ricardo Alfonsín y la guardería infantil, “Pingüinitos”; en un viaje con el jefe del Estado Mayor General de la Fuerza Aérea Brigadier Mario Callejo, cerca del Comandante de Adiestramiento y Alistamiento de la Fuerza Aérea Brigadier Mario Fernando Roca y del Jefe del Estado Mayor General de la Armada Contraalmirante Fernando Erice, entre otros tantos uniformados de altísimo rango; en ese preciso contexto, esta persona que habla y a la cual aquella Semana Santa le partió en dos su juventud y su vida política; esta hoy mujer que no tuvo con aquellos hechos un acercamiento periodístico sino militante, no puede, no debe y está obligarse a interrogarse y a gritar hasta encontrar oreja dispuesta:¿cómo es posible que haya sido viable realizar una verdadera revolución dentro de las Fuerzas Armadas, una sacudida que va desde las mujeres militares con falda, y encima de la rodilla, hasta el accionar del jefe de la Fuerza Aérea que no se guardó el silencio y la complicidad y entregó las actas de las Juntas genocidas al poder civil, y tener aún policías provinciales que disten casi nada de lo que armó Ramón Camps en la provincia de Buenos Aires?

A los de Justicia Legítima les gusta eso de que “el mejor desinfectante es la luz del sol”, pero sobre todo los cautiva lo que la frase implica. Abrir, abrirse. Que al aire penetre. Que barra; que borre.

Alguien que sabe me dio algunas pistas de por qué y con qué se hicieron tan grandes cambios entre los militares. Aquel “no tengo miedo, ni les tengo miedo”, de Néstor Kirchner ante un auditorio sólo de uniformados; el “proceda” que iguala al “Nunca más” en la iconografía de la pelea a favor de los Derechos Humanos; la extrañeza de Cristina Fernández cuando en público se preguntó cómo era posible que no hubiese aún generalas cuando ella siendo mujer era la Comandante en Jefe y su inmediata decisión de que no hubiese más restricciones para que las mujeres también ingresasen a Caballería e Infantería, pueden ser algunos de los mojones en un proceso largo y complejo pero que está dando frutos.
O también, quizás, haya sido el espanto; un manto de consternación frente al pasado reciente que quizás –y muy probablemente gracias a la apertura y el ingreso del sol- se haya colado también entre los vericuetos, incluso, de la lógica militar.
Entonces, si podemos trazar un rumbo que une actos simbólicos con acciones políticas, ¿qué ocurrió con las fuerzas de seguridad? ¿No fue suficiente con la bonaerense de la picana; Miguel Etchecolatz; otro Miguel sólo que víctima, el de apellido Bru; Walter Bulacio; Sebastián Bordón; la masacre de Budge; la interminable lista de gatillos fáciles; Pocho Lepratti y todos los autos y sujetos de civil que arrasaron en la liberada tierra de aquel final de 2001; el Indoamericano; la sucursal narco?

¿Cuándo el pavor y la turbación harán mella dentro de la propia institución?

¿El pavor y la turbación podrán alguna vez hacer mella dentro de la propia institución?

Hace rato que una porción importante de lo que fue “gente” -esa nada patrocinada por la lógica mediática- ha tomado el destino en sus manos y ha vuelto a ser “pueblo”. Hace un tiempo ya que esos sujetos que han decidido ubicarse un escalón por encima del transitar cansino y distraído de los que miran para otro lado, ha hecho regresar a la política a la calle. Hace bastante que sabemos que hay saqueos y saqueos y muy diferentes tipos de saqueadores y que no es lo mismo el hambre que el caos pre elaborado.
Toda esa cantidad de información acopiada a lo largo de 30 -celebrables a pesar de todo- años nos obliga a preguntarnos hasta dónde seremos capaces de entrelazar nuestros brazos para construirle muro de defensa a la democracia y con qué fuerza daremos u obligaremos a dar el gran paso que haga la diferencia entre policías y fuerzas de inseguridad.

Algo de todo esto fue lo que re significó a un acto inicialmente pensado más como folklórica conmemoración. Cobró otra dimensión el ir a la Plaza. Y ni que hablar la presencia en el escenario de esa banda que en los noventas bramaba que ellos eran quienes nunca habían aprendido cómo debía vivir el humano porque habían llegado “tarde, el sistema ya estaba enchufado así funcionando. Ese grupo de rock made in Mataderos al cual no los convencía ningún tipo de política ni el demócrata, ni el fascista” y que, consternados y con enojo justificado explicaban que les “tocó ser así, ni siquiera anarquista”.
Habrá, en este preciso instante, quien se estará preguntando qué cuernos tiene que ver un Marshall a todo volumen con el azuzar policial. Pues que La Renga no es una banda más: ellos conocen a la policía porque de ella protegieron a miles de pibes durante la segunda década infame. Ellos conocen a los medios porque cuando todo pasaba por éstos, a sus recitales se convocaba de boca en boca y sin avisos publicitarios

“El miedo no es sonso”, dicen las viejas, las sabias, las que entienden que valiente no es el inconsciente que avanza tenga lo que tenga delante, sino el que mide las consecuencias y se anima a caminar. Y tienen razón. Pero en esta tremenda batalla en la que estamos embarcados, la de dar vuelta y desarmar para reconstruir desde la lógica de los uniformes hasta el mecanismo de los medios; desde los hacer de la política, el rock hasta la mismísima acepción inicial de la democracia, no se puede dejar pasar mucho más tiempo.
Ya vamos viendo cómo fue y de qué va la cosa: en nuestras cabecitas ha habido aguijoneo y hemos podido reparar en que de lo burdo de la amenaza de golpe pasaron al un tanto más sutil terror a la híper; que de ahí nos llevaron al pánico a la desocupación y hoy nos corren con la vara, con esa de los delitos contra la propiedad a la que le adjudican la grandilocuente palabra de inseguridad. Y que en Bolivia, Paraguay y Ecuador hubo movimiento y operativo de pinzas y la punta del iceberg, en esta oportunidad, no fueron los tanques sino los de la pistola como arma reglamentaria.
Los que se amotinaron no son ajenos a esto. La enorme diferencia entre aquella zozobra, entre aquella respiración detenida de esos 80 con las botas y los cuarteles como fantasma, es que al pánico de ahora no le podemos poner cara, ni lugar físico, ni, incluso, a veces nombre. “Recomposición salarial”, le dijeron estos días. Aldo Rico, podíamos decir en 1987. El miedo no es sonso, y cuando uno no puede verle la cara al que lo asusta, el temor viene con parálisis.
Este momento único de 30 años ininterrumpidos de vida institucional los conmemoramos hasta lo más profundo y lo celebramos a medias: en vilo y con muertes no es el mejor paisaje para ser feliz. Los gobiernos tendrán que hacer lo que deben hacer. Pero nosotros, que no podemos ser ni gente, ni usuarios, ni vecinos, ni consumidores, sino ciudadanos con toda la responsabilidad a cuestas no tenemos permiso para andar por el “caminito al costado del mundo”. Debemos tomar nuestras armas (la guitarra, la voz, la participación, la palabra) subirnos cada uno a nuestro propio escenario y, por el tiempo que haga falta, a los violentos, “llevarle la contra como estandarte”.

martes, 10 de diciembre de 2013

Programa SF 96 - Jorge Taiana - 7 de Diciembre de 2013


Las capas de la memoria.
por Mariana Moyano
Editorial SF 7 de diciembre de 2013

¿Cómo es el pasado? ¿Cuál es su forma? ¿Está en algún sitio? ¿Se ha ido para siempre?
¿Algo de él se encuentra aún arrumbado esperando ser encontrado?
En aquellos ochentas convulsionados y aún incomprendidos, las aulas universitarias retomaron a un autor que hizo de la pregunta sobre la memoria y la historia el nudo de su teoría. Él había vivido en Berlín y cuando puso su tremenda capacidad al servicio de la reflexión penetrante, el Holocausto no era aún ni pasado reciente porque el comenzar a conocer lo que había sucedido no podía sino llevar la humanidad a un estado de parálisis catatónica. Ninguna cabeza en su sano juicio podía procesar tan pronto que algo como aquello había, efectivamente, ocurrido.
Pero para atravesarlo, digerirlo y asumirlo, la primera obligación era aceptar que toda esa muerte no era ni obra de un loco, ni maquinaria de 10. Había sido lo peor de lo propio llevado adelante como determinación política. Imposible dejarlo descartado en un altillo; irrealizable el abandonarlo en un arcón.
Para exorcizar sólo se puede traer al presente aquello aterrador: “la imagen del pasado corre riesgo de desvanecerse para cada presente que no se reconozca en ella”, escribió ese Walter Benjamin que, sin quererlo, ni saberlo, tanto pudo ayudarnos a acercarnos a nuestro propio y aterrador ayer inmediato.
Cumplimos 3 décadas de esa primera vez que desde la civilidad y lo institucional miramos a eso peor de nosotros mismos. De ese momento en que vimos que aquí, entre nosotros, en el medio de nuestras propias vidas, lo más siniestro pudo convivir con la banalidad del día a día.
Son 30. Pero a esos años ¿cómo se los cuenta? ¿De un saque, en bloque? ¿Con el riesgo de que la conmemoración sea una formalidad, una efeméride celebrada más porque corresponde que porque se siente?
¿O de a uno? ¿Año a año, en un recorrido personal y hasta íntimo, con el cual nos vamos posando sobre los episodios que se nos aparecen como más relevantes?
¿Cómo se evita el riesgo de que este racconto no sea sólo una remembranza de acontecimientos individuales y que, lejos de hermanarnos, nos desconecten de quien está al lado? ¿Qué puerta es la que debemos abrir para que, al mirar por el espejo retrovisor, la memoria acomode las piezas y se arme un dispositivo para que lo personal, lo íntimo, lo familiar y los recuerdos subjetivos puedan entrelazarse con la historia común? ¿Qué se hace para que ante tanta trascendencia no gane la solemnidad fría del mármol, esa que permitía a directoras de escuela de la dictadura hacer de los actos escolares sólo un juntadero de niños de peinado impecable y guardapolvo almidonado? Eso, exactamente eso es lo que me pregunto: ¿Cómo se hace para no almidonar la recordación? ¿Qué cosa es la debemos y cómo –y que venga Benjamin si es que debe- desenterrar y recordar?
Para quienes atravesamos el momento en que se forja la personalidad política en los años ochenta no es sencillo nombrarnos. Nos llamaron la generación perdida; quedamos estigmatizados en los raros peinados nuevos; nuestra militancia fue apenas embrionaria; no tenemos entre los de nuestra edad muchos héroes y sí varios gerentes de canales de televisión y no pudimos ser los protagonistas de que los genocidas fueran a cárcel común.
Es decir, para nosotros, la democracia era un sitio al cual llegar y no un transcurrir extenso, punzante y de tensión; de estado de búsqueda de la democratización. Los poderosos de veras no tenían siquiera cara y la idea de ingresar a la ESMA se nos aparecía, por lo menos, ridícula. Si es que se nos aparecía.
El amperímetro apenas si se movía.
Juicio a las Juntas, claro, pero a las Juntas. En Defensa, un amigo de los milicos y en Economía, una pulseada, pero para que ganaran los dueños del poder central. Presidentes acorralados y el golpe económico –con el saqueo digitado como herramienta desde siempre lista para provocar pánico y tensión- a mano en caso de que alguien de la política de cara descubierta se pasara de listo.
El menemismo de la revolución productiva y el salariazo, vuelto menemato de aniquilación de sueños, de posibilidades, de crecimiento, de ascendencia; un proceso hecho a medida de culminar lo que el anterior no había podido terminar de “reorganizar” del todo. La esperanza vuelta desierto y mucho entumecimiento en la convicción. Agachadas de las tres cuartas partes de la dirigencia política y sindical y ni qué decir del comportamiento de los mandamás del dinero. Otra vez estallido, nuevamente el saqueo, ese de la necesidad y el lumpenaje, y la huida cobarde, suicida y asesina del Presidente más aburrido e ineficaz que nos dieron las urnas. Y los diciembres siempre en luz amarilla. La Argentina hecha añicos y en nuestras cabezas, la desolación.
¿Cómo se cuenta esta historia? ¿Cómo se mira ese pasado? ¿Cuál es el hilo? ¿Quién comienza el trazo en esta línea de puntos? ¿Dónde está la metáfora –y permítaseme el oxímoron- palpable y objetivada de que ese pasado debe ser obligado a volver, para que el futuro que nace no sea estrellita fugaz de un ratito y nada más?
Me lo vengo preguntando. A veces, como interrogante formulado y ordenado y otras, como duda desprolija y desorganizada, casi como reacción.
Hasta la aparición de las actas.
Los 1500 biblioratos fueron presentados en público el día en que estábamos en otra cosa: nuestros cerebros a todo vapor puestos en determinar si el plan de adecuación había sido un gesto de bajar la cabeza o ardid. Justo esa jornada. No otra anterior, ni la inmediata posterior a la presentación del plan. No. Esa misma.
El hallazgo en el edificio Cóndor había sido informado por un alto mando. Llamó por teléfono. Interrumpió al Ministro por algo importante. Lo fue a ver. Le contó y le mostró. Al día siguiente, al mismísimo día siguiente de aquellos dos acontecimientos, el diario de la beligerancia publicó: “En la guerra del kirchnerismo con el Grupo Clarín, al parecer hubo instrucción de ver qué hallaban sobre Papel Prensa”.
Entonces HAY una pieza, un vestigio material de historia para colocar en la esquina de la habitación de las significaciones y hacerlo hablar como la parte por el todo. Una especie de Aleph centrípeto y centrífugo que nos lleva y nos trae: un anillo que engarza lo de allá con el hoy.
Y el dato del contexto que con toda intención los principales relatores del hecho quitaron de escena jugando al olvido: no era la primera vez que algo era encontrado o que algo aparecía. Pero sí fue esta la primera oportunidad en que la jerarquía militar tuvo la opción de mandar toda esa documentación a la cueva de la complicidad con el genocidio que los antecedió en el uniforme y sin embargo optó por confiar en el poder político y civil. Eligió la institucionalidad.
Ese acto, esa elección, esa simple pero sustancial iniciativa es lo que quita a esos documentos que contienen la información sobre las 280 reuniones de la Junta Militar entre el 24 de marzo de 1976 y el 10 de diciembre de 1983, de la vitrina del museo y les permite convertirse en hecho político, con acción, movimiento y consecuencias.
No es la primera vez que se abren cajones, ni que se quita las llaves de oficinas con telarañas, ni que aparece prueba de que lo que decimos que pasó, pasó. Ahora esos papeles ya no son botellas lanzadas al mar del testimonio; son parte del todo que es ese rompecabezas al que le falta que hablen, o ellos desde la celda o todo lo que aún queda escondido.
Había habido hallazgos, varios. Otros emblemas de que aquello que sucedió sigue vibrando en el presente.
No hacía ni dos días del preámbulo de Raúl Alfonsín en el Cabildo, cuando un ordenanza –otro- encontró en una oficina, de esas cerradas por años en el edificio del Congreso, el ejemplar original de la Constitución de 1853, arrumbado, recluido donde se esconde la basura. No hacía ni 48 horas de la Plaza de Mayo del 10 de diciembre cuando un grupo de diputados se topó, en el entonces viejo garaje del Congreso de la calle Bartolomé Mitre, con varios Falcon. Éstos, también, arrumbados y ocultos u olvidados.
A veces la historia se encapricha en que nos choquemos, en enrostrarnos los emblemas, las alegorías y hasta las encarnaciones. EL libro de la Constitución sucio en el suelo; los autos distintivos de los operativos de la muerte hasta con sus sirenas y estas actas de Papel Prensa.
Quiero que se entienda. No es pretensión ni exagerada insistencia. Esa empresa no es cualquier fraude: es el ejemplo más claro del vínculo de la muerte con la razón de ser del dinero; es el modelo para ver que el objetivo era el poder; es el espejo que refleja la imbricación de toda cúpula; es el arquetipo de que hay una complejidad que excede la individualización. Y es el paradigma que la picana sobre el cuerpo fue también la tortura de la estafa sobre, incluso, los que aplaudían la idea de la aniquilación.
El informe “Papel Prensa, la verdad”, es una crónica de la dictadura, con la civilidad del poder económico engarzado en el hacer diario de los uniformes y con el lenguaje burocrático administrativo que necesitan las pruebas. No es la narración de la atrocidad en primera persona. No hay adjetivos y aunque parezca una contradicción es, precisamente allí donde radica la pavura de lo hecho. El lenguaje jurídico tiene eso: es como la frialdad del asesino que no actuó por emoción violenta sino por práctica premeditada.
“Rechacé la idea de dotar a esta obra de un prólogo de firma ya que, indudablemente, se hubieran vertido opiniones y pareceres o con ajuste a tal o cual tendencia y esto hubiera avanzado negativamente sobre la idea inicial que generó esta edición la cual es informar”.
“Los hechos, las fechas, el entorno histórico político está ahí, en el mismo texto, minuciosamente referenciado y citado, con un desarrollo metódico en la búsqueda de esclarecer lo sucedido y lograr una verdad incontrovertible la cual sirva para conocer lo ocurrido y permita al lector sacar sus propias conclusiones, a fin de superar la identificación no analítica que, subliminalmente (o no) imponen los formadores de opinión y la información a demanda”, escribe el editor de este trabajo al inicio de la exposición.
Guillermo Moreno es quien comandó la investigación. Él era un funcionario y es un hombre obsesivo. Está y estuvo siempre estuvo en las antípodas ideológicas de Julio Ramos, el creador de Ámbito Financiero. “Las graves irregularidades al poner en marcha Papel Prensa”, tituló al capítulo 20 de su “Cerrojos a la Prensa” el ex director del diario de la City, el mismo que abre con una denuncia pública del diario Crónica del 8 de octubre de 1986:
“(Hay) dos tipos de precio para el papel (…) Para unos está el que produce Papel Prensa (…) y para otros el de Papel de Tucumán. (…) Con el producto más barato se confeccionan los diarios socios del Ejecutivo, como Clarín, La Nación y La Razón. (…) Cuando Crónica denunció hace varios meses un total desabastecimiento de papel que estuvo a punto de obligarlo a dejar de editarse, el Ejecutivo salió al cruce de nuestra denuncia y ´se interesó´ en el tema: nos convocó a una reunión en Papel de Tucumán (…) Claro que a la misma no se citó a Papel Prensa, pues su producto era y es mucho más barato y está reservado casi en su totalidad para los diarios que forman la sociedad con el gobierno de turno”.
En el 21 va por más: cita a Marcelo Urbano Salerno, el entonces fiscal de Estado de la provincia de Buenos Aires, en su escrito a través del cual se promueve la acción judicial de dicha provincia contra la Nación Argentina por la pérdida a la que la obligó con el subsidio oficial a Papel Prensa. El subsidio de 29, 40 milésimos de dólar por kilowatt hora representaba una pérdida de 55 millones de dólares para el patrimonio provincial, indicaba aquella presentación.
Nadie, ni siquiera algún caricaturista cínico, atrevido, irrespetuoso y poco riguroso que ilustra la realidad del diario sábana, podría hacerles dar la mano en una epopeya común a Julio Ramos y a Guillermo Moreno. Y si lo hiciera nos haría reír, no su chiste, sino su caradurez. Sin embargo, a veces los hechos son los hechos y los hallazgos no son más que las apariciones de lo que muchos pensaban –o intentaron hacer que estuviera- enterrado en lo más profundo del pasado.
Recuerdo que me enojé bastante cuando todo el peso de la denuncia pública estuvo asentado casi solamente sobre el testimonio de la familia Graiver y sobre el padecimiento y el infierno personal de una víctima, de Lidia Papaleo. “No individualicemos”, decía yo y discutía: “Mostremos cuánto nos han robado. Ese va a ser el mejor modo de involucrar incluso hasta al que quiere hacerse el distraído porque a ese también le afanaron parte de su futuro”.
“Tenés razón”, me dijo uno de los funcionarios que siempre más respetaré. “Pero eso ya prescribió. Nos falta el eslabón perdido entre el desfalco organizado y generalizado y el tormento personal. Eso no está. No lo tenemos”
No lo teníamos. Hasta la aparición de las actas.
Los dueños del dinero privado y público, los decidores de cuánto deberíamos las próximas generaciones; los jefes políticos de quienes mandaban a matar estaban y estuvieron durante casi 25 años enquistados en oficinas, en el organigrama, en las determinaciones del poder político que, en teoría, nos había traído de vuelta a la vida luego de todas esas toneladas de crímenes.
Ellos, atravesando todo lo ancho y lo largo del esqueleto institucional; ellos, con capacidad para estorbar, entorpecer, detener, extorsionar e incluso quitar de su puesto a algún presidente que osara hacer siquiera un gesto de valentía.
Hubo que sacarlos. Hacerlos desaparecer del lugar de decisión de la política. Pero esta vez sin crimen, sin martirio ni persecución. Sólo con detalle, osadía, convicción política y las armas de la ley.
Porque el pasado no queda clausurado. Y lo ocurrido, no arrumbado. No son mártires solemnes ni hechos vueltos pieza precolombina. Se convive con aquello, se lo cuestiona e interroga y de ahí sale la lanza con la cual atravesar el destino prefijado.
¿Cómo se cuentan estos 30?
Quizás excavando y a sabiendas de que hay que desenterrar. Y es ese Benjamin que vuelve, porque nos gusta y porque nos mueve.
“La lengua determinó en forma inequívoca que la memoria no es un instrumento para la exploración del pasado, sino solamente el medio. Así como la tierra es el medio en el que yacen enterradas las viejas ciudades, la memoria es el medio de lo vivido. Quien intenta acercarse a su propio pasado sepultado tiene que comportarse como un hombre que excava. Ante todo, no debe temer volver una y otra vez a la misma circunstancia, esparcirla como se esparce la tierra, revolverla como se revuelve la tierra. Porque las "circunstancias" no son más que capas que sólo después de una investigación minuciosa dan a luz aquello que hace que la excavación valga la pena, es decir, las imágenes que, arrancadas de todos sus contextos anteriores, aparecen como objetos de valor en los aposentos sobrios de nuestra comprensión tardía, como torsos en la galería del coleccionista. Sin lugar a dudas es útil usar planos en las excavaciones. Pero también es indispensable la incursión de la azada, cautelosa y a tientas, en la tierra oscura. Quien sólo haga el inventario de sus hallazgos sin poder señalar en qué lugar del suelo actual conserva sus recuerdos, se perderá lo mejor. Por eso los auténticos recuerdos no deberán exponerse en forma de relato sino señalando con exactitud el lugar en el que el investigador logró atraparlos. Épico y rapsódico en sentido estricto, el recuerdo verdadero deberá proporcionar, por lo tanto, al mismo tiempo una imagen de quien recuerda, así como un buen informe arqueológico debe indicar no sólo de qué capa provienen los hallazgos sino, ante todo, qué capas hubo que atravesar para encontrarlos”.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Programa SF 95 -Mara Brawer y Eduardo Jozami - 30 de Noviembre de 2013


La otra transversalidad.
por Mariana Moyano
Editorial SF del 30 de noviembre de 2013.

-Hola, ¿Mariana? Ah, ¿cómo estás? Soy Malena, de la dirección de género del Ministerio de Defensa. 

La sola presentación del título de ese pedacito de organigrama ministerial genera –reconozcámoslo- una suerte de interrogante sobre algo que, a priori, aparece como un oxímoron. ¿Dirección de género en el Ministerio de Defensa? ¿Hay un prototipo más de macho que el que calza traje militar? Bueno, pues a ir amoldándose porque las cosas que no parecen, hoy son en esta Argentina año verde, en la cual los de ese color de uniforme también son LAS.

Esta dependencia funciona desde años. Dicen que trabajan mucho y que lo hacen bien. Es que todo lo que ha cambiado es lo mismo que ha provocado que haya tanto aún por cambiar: 15000 mujeres tenemos hoy en nuestras Fuerzas Armadas y el 60% de las inscriptas para ingresar a la Armada son mujeres.

Sí, minitas, con uniforme. Y de a muchas

Así que, sí. Dirección de Género. En el Ministerio de Defensa. Y con incansables delirantes que llevan adelante proyectos imposibles, algo a lo que, por suerte, nos estamos empezando a acostumbrar en la Argentina actual.

Releo y me digo que es incorrecto. No la frase, sino que nos acostumbremos. Me subrayo que es incorrecto si naturalizamos lo hecho; pero me aliento al ver que esto de hacer, incluso, lo imposible, se nos está haciendo costumbre.

Bueno. El nudo de este relato es que desde la impensada, insólita hace apenas unos añitos, increíble para desconocedores, humillante para tradicionales, asquerosa para la derecha, delirante para los cínicos, Dirección de Género del Ministerio de Defensa me estaban convocando a participar de una aún más exótica actividad.

Era la ratificación de lo imposible. Era desopilante. Y era un delirio.

-Desde ya, Malena. Fue mi respuesta.
-Contá conmigo. Ahí voy a estar.

Y me quedé pensando. El sí me salió de las tripas antes de que ella terminara de contarme y sin que le costara nada convencerme. Era, como digo, casi un delirio. O sea, era imposible negarse a participar.

Así fue que llegó el jueves 28 de noviembre. Locura, horarios que no cierran, hijos… y taxi, ya casi inaccesibles porque Mauricio siempre es Macri.

“¿Al Ministerio de Defensa o al edificio del Ministerio de Guerra?”, me consultó el chofer. Y dudé. No de la existencia de un Ministerio de Guerra, que sé hace décadas que no poseemos, sino de la ubicación exacta del sitio al que yo debía ir. Porque él se refería, interpreté, al edificio que uno vincula, por nombre, con Libertador; y por imagen, con esa en la cual las escalinatas no están sino copadas por hombres de caras con betún y liderados por Aldo Rico, durante aquella revuelta carapintada que terminó a los tiros en pleno Paseo Colón.

Era un delirio, bien desopilante, imposible: kirchnerismo en estado puro. A eso me habían invitado, así que abandoné la vacilación. “Sí, claro, señor. Voy al edificio Libertador”.

Cuando bajé del taxi no vi sino lo que mis ojos –juro- jamás olvidarán. En ese lugar donde después de aquel levantamiento pareció quedar prohibido para siempre el ingreso de una democracia que excediera lo formal; ahí, todo a lo ancho del espacio que ocupan las columnas, colgaba una bandera de un color poco común para un inmueble público. Violeta para más datos. Con la inscripción “No a la violencia”, para mayor precisión.

Las rejas de ingreso, abiertas de par en par. Y en la Plaza de Armas -esa presentación que siempre ofrece la imponencia edilicia para ir ubicándonos en la pequeñez de nuestra humanidad- no había ni tanques, ni cañones, ni bayonetas, sino un ejército… un ejército de féminas. Cada una en su puesto de lucha y de recuperación de dignidad: en sus stands de venta de lo producido por ese inmenso mar humano que es la economía social y que ya ha generado un millón de puestos de trabajo, muchos de ellos para las mujeres que han podido huir de la trompada marital que era parte de su paisaje diario.

Ponchos, dulces, carteras, adornos, remeras… y mujeres.

Subí las escaleras, reconozco, aún incrédula. “Disculpe”, le susurré a un hombre de uniforme. “Acá hay un encuentro…”, “Si, si”, me dijo el ¿oficial? –siempre fui una absoluta, completa y total ignorante en estas cuestiones de comprender qué grado o cargo ostenta cada insignia-. “El encuentro por el día contra la violencia de género. Es en el salón San Martín”, me informó él.

¿Dónde me había metido? ¿Dónde nos había metido este proyecto político? ¿Dónde había puesto a las Fuerzas Armadas la conducción civil? ¿Era acaso en serio que finalmente estábamos construyendo alguito de eso del ejército de Belgrano y de todo aquello eso que de tan hermoso que suena nadie cree?

Seguí caminando. Muy simuladamente oronda y con el andar de una supuesta certeza. Nadie me detuvo ni me hizo pasar la cartera por una cinta de rayos, ni me indicó que debía atravesar un detector de metales. ¿Confían en mí? ¿Cómo saben quién soy? ¿No sospechan que yo pueda estar acá con la única intención de querer hacer volar todo esto por los aires?

En eso estaba cuando, finalmente, me detuvieron. Eran dos…

Eran dos pibes de no más de 35, quienes después de saludarme me ofrecen lo que cargaban: “¿Un mate, Mariana? Vení. Es por acá”.

Y me acordé de la enseñanza que me había regalado la bellísima Lilia Ferreyra, última compañera de Rodolfo Walsh: A la ESMA -me había dicho ella- hay que entrar taconeando fuerte porque así se convoca a los fantasmas buenos que todavía andan por ahí.

Era como una realidad en espejo. Y taconee. Y mientras lo hacía caí en la cuenta de cuánto significado castrense tiene eso del taquito, del militar, y cuánta acepción femenina una puede otorgarle si a eso le dice calzarse los tacos.

Andaba en esto, divertida con el juego de palabras cuando levanté la vista y un cuadro de la capitana Juana Azurduy me dio la bienvenida al salón principal de ese mega edificio tan, pero tan marcial. No estaba en un rincón, ni arrumbada, ni en un sitio de ocasión con el único objetivo de cumplir con lo políticamente correcto de mostrar que está. No, nada de eso. Es ella quien abre el paso al corazón del espacio protocolar.

Y ahí estaban. Más de mil mujeres. La mayoría de uniforme. Militar unas; y otras, con ese que lo es también, sólo que conformado por prendas y calzado cómodo para poder darle y darle, por ejemplo, a la máquina de coser.

Y ahí estaban el Ministro Agustín Rossi, las mujeres de la Dirección de Género, las de ayuda a las víctimas de trata, esa abogada y querida amiga que le mete el cuerpo y la cabeza por igual tanto a la ley de Servicios de Comunicación Audiovisual como a las actas de la Dictadura, las de la Unidad que permite que una ley como la de protección integral sea algo más que un bello articulado, diputadas metidas hasta el tuétano con la pelea de las mujeres y la defensa de las más vulnerables, la Ministra de Desarrollo y el Vicepresidente por teleconferencia desde Río Gallegos, un lindo número de militantes y de funcionarias de otras dependencias,

algunos otros hombres y hasta un comodoro al que le encantó la definición de feministo con la que luego lo bauticé. Y para volver fotografía perdurable esa jornada de encuentro, todas y todos, con la mano en alto y la tarjeta roja al maltrato a las mujeres.

Y pensé en la transversalidad. En cómo se colaban en ese salón:

* lo que significó la poco conocida decisión de que las mujeres militares dejaran de hacer el ridículo adaptando su cuerpo a las prendas de los hombres y se resolviera que fuese la ropa la que se adaptase a sus formas femeninas;

* el debate sobre nuestra ya epopéyica ley de medios porque habíamos aprendido que sólo lo que se hace carne en el pueblo llega para quedarse;

* la figura de un funcionario, ministro o secretario que entiende que el Estado y su función no es el cachito de oficina, departamento y mediocre resolución que le queda a la firma, sino todo el ámbito de lo público;

* las 48 horas previas de negociación con España por la cuestión Repsol porque vimos casi en vivo y en directo que si queremos que las cosas se hagan en serio deben ser los Estados los que tienen que meter la cuchara;

* las tapas de los poquitos medios que se animaron a llevar a la cúspide esa información de estos días de que en lo que va del año esas 209 mujeres asesinadas no son fenómenos asilados sino que eso tiene nombre y se llama femicidio;

* el fin del discurso de un jefe de bloque de senadores que se atrevió a decir delante de todos que lo hay que cambiar, sencilla y simplemente, hay que cambiarlo.

* lo que implica la política de memoria, verdad y justicia cuando trae como contracara el intento de construir unas fuerzas armadas populares y al servicio de algún proyecto que no sea el propio sino el de un país.

Era como un operativo Dorrego, pero violeta, de tacos, con falda por arriba de la rodilla y con la cantidad de rímel que el gusto indique.

Y ratifiqué que eso no se hace si no es desmalezando la lógica, no de una dependencia, ni de una fuerza, sino atravesando con una filosa daga de batalla cultural cada rincón de cada ministerio; cada oficina de cada ámbito del Estado, pero sobre todo, cada cabeza de cada habitante de este suelo.

Quizás entendimos mal. O tal vez ante el freno, se buscó otro rumbo para lograr el objetivo. A lo mejor, de lo que se trataba aquello que Néstor Kirchner tanto nombró y que –supuestamente- tan mal le salió, no era atravesar con una misma idea a varios partidos políticos, sino hacer que un hilo más sutil, pero más fuerte nos fuera engarzando uno a uno, a individuos, sectores y espacios de la cosa pública. Que eso de ser transversal no eran sellitos partidarios y representación parlamentaria para manos levantadas, sino acuerdos mínimos de grandes mayorías para manos tendidas que permitan que quien la pasa mal encuentre de qué agarrarse. A lo mejor, se trataba más de un viento huracanado que sacudiese las estructuras hasta conmoverlas que de acuerdos y votos en comisión.

Entendí que lo importante no era que en las Fuerzas Armadas no hubiera más mujeres golpeadas, ni de que las minorías encontrasen un lugar. De lo que estábamos hablando era de que cuando lo que se hace, se hace para que el y la que no sabía cómo, hoy pueda subirse al tren y ser parte del resto, quien más gana no es el recién llegado a la inclusión, sino todos los que ya estaban. Porque desde el preciso instante en que uno se suma, la mayoría es quien se transforma en algo mejor.

Y hubo charla, y hubo panel, y hubo disconformidad, y hubo malos entendidos, y hubo desacuerdos. Es decir, hubo realidad pura, cruda y dura. Política. Negociación de los conceptos. Forcejeo de lo establecido. Hubo Argentina en movimiento. Hubo territorio vivo.

Y hubo, aún, más sorpresas. Porque las jornadas de ese estilo tienen el bendito capricho de querer tatuarse, de grabarse a fuego en las memorias de los sensibles. Y a la formalidad del cierre, al acto de coronación y la cena de cierre le sobraban de esos detalles que hacen que uno se vaya a la cama pateándose la mandíbula.

La tarde se estaba yendo. La locutora anunciaba las formalidades por venir y en medio de unas sillas se observa un saludo: cuatro hombres se abrazan con afecto. Dos de ellos llevaban la híper identificadora ropa caqui, el tercero iba de blanco con esos detalles de dorado sólo atribuibles a la Marina y el cuarto era un civil. Uno bien chillón y escandaloso que hace del llamar la atención su sello de participación. El paladín del matrimonio igualitario no sólo departía, sino que se estrechaba en el saludo con altos mandos de las Fuerzas Armadas. Fue extraño porque él no era “el puto” y ellos no fueron “los milicos”. Fue un gay hombre militante de una idea enlazado en el aprecio con tres miembros de la jerarquía militar. No todos los días uno ve esa imagen. No todos los días al prejuicio le gana el respeto.

Por la noche, la Fragata Sarmiento fue el escenario de una cena frugal, relajada y amena. Conversaciones, felicitaciones, saludos, reconocimientos, algunos chismes, las inevitables especulaciones y mucha política; mucha charla sobre la minucia de la cotidiana y sobre los grandes desafíos próximos de la patria.

“¿Quisieran recorrerla?”, propone el capitán refiriéndose a ese segundo hogar que, apuesto, conoce más en detalle que el que comparte con su esposa. Y se armó la vista guiada. Los cuadros, la historia, los ex presidentes, el inevitable Sarmiento y esa alfombra tejida a mano en el salón principal… De la India, Kazajistán, Turkmenistán… no sé de qué país había viajado el tapete porque un sonido se robó mi atención.

Y otra vez aquella Malena. Nos miramos, dudosas. Nos fuimos acercando. Y esperamos que la otra nos quitara del ensueño: ese sonido jamás podía provenir de allí.

“¿Los Dinosaurios?”, me animé. Y nos encaminamos. Sólo seguimos la melodía. Y lo confirmamos. Y vimos cómo la primero travesura se convertía en imagen de un tremendo otro país: un joven funcionario del Ministerio se había atrevido, sin el enojo ni del Capitán ni de ninguno de los uniformados que formaban parte de la comitiva, a sentarse en una silla de 1897 y ante un piano de 1925 a tocar esa pieza de un García auténtico que ya es himno nacional para exorcizar el horror.

Y fue invitación. Y un jueves de una semana en un barco insignia de un país extraño entonamos y casi gritamos, civiles y uniformados, que aquellos dinosaurios, sabíamos, iban a desaparecer.

Y se me aparecieron. Todos. Los incansables delirantes que llevan adelante proyectos imposibles, algo a lo que, por suerte, nos estamos empezando a acostumbrar en la Argentina actual.

Releo y me digo que no suena bien. No la frase; que nos acostumbremos. Lo que sí viene bárbaro es que esto de hacer, incluso, lo imposible, se nos vaya haciendo costumbre.

Era la ratificación de lo imposible. Era desopilante. Y era un delirio.

-Contá conmigo.

Me repetí. Cuando pasen estas cosas, yo quiero estar ahí. Y me quedé pensando. Porque, como digo, es casi un delirio. Y es, precisamente por eso, imposible negarse a participar.

sábado, 16 de noviembre de 2013

Programa SF 93 - Sergio Olguín y Alejandra Laurencich - 16 de Noviembre de 2013


Semana de ferocidad, de relatos y vivencias
Por Mariana Moyano
Editorial SF del 16 de Noviembre de 2013

La semana no arrancó fácil. Una patada en las entrañas fue lo que nos provocó la puesta en público de ese “caso” -uno más, apenas uno entre miles diarios-  de una mujer que volvía a sufrir por duplicado: el aborto y la decisión que esto acarrea, y la violencia institucional que implica que lo público (en este caso un hospital) re victimice a quien ya tuvo bastante. Página 12 habló el lunes de “Derechos torcidos” y la breve presentación de la noticia llegaba de la lectura al estómago con brutalidad: “Una joven que llegó al Hospital Fernández con un aborto en curso fue acusada por los médicos y detenida, cuando aún sufría pérdidas, en abierta violación a la legislación vigente”.
“Ante la constatación de que el feto estaba muerto, se le practicó un parto, para expulsarlo. Pero frente a la presunción de que ella misma se había provocado la interrupción del embarazo, con pastillas, resolvieron denunciarla a la policía. Dieron de alta a la mujer para que fuera trasladada a la sede policial, aunque no habían transcurrido 24 horas desde la intervención médica. La mujer contó que las médicas le hicieron comentarios condenatorios  y que le habrían indicado una dosis menor de medicación para que “sienta lo que hizo”.
Feroz. Relato y vivencia. Atroz, despiadado y monstruoso. Pero no único. Padecido de a miles, de a cientos de miles.
No era la primera, ni la única, ni en el único lugar. Porque pasa en la ciudad de Buenos Aires, en Jujuy, en Carmen de Patagones, en Mendoza, en Rosario, en Las Lomitas, en Trelew y en Lanús. En ese extenso rincón que va con “este” u “oeste” como complemento para definir mejor la identidad de quien se presenta y en el Lanús territorio de novela de Sergio Olguín: “No era la primera vez que Mariela iba a lo del doctor Rosenthal. Ya había estado cuando el test le dio positivo. Fue Roxana, la hija de la dueña de casa en donde Mariela hacía la limpieza la que le había aconsejado hacerse un test y fue también ella la que le dio la dirección y el teléfono del médico. (…) Tomó el 37 y después de cincuenta minutos se bajó en Callao al mil. Se había sentido incómoda en la sala de espera. Se había bañado, se había puesto la mejor ropa que tenía pero no podía evitar sentirse sucia ante el brillo de ese consultorio. (…) Estaba embarazada. Ella le dijo que quería abortar y él le dijo que la interrupción del embarazo era una decisión que debía tomar con madurez. Ella le dijo que estaba segura. Y el novio, qué opinaba su novio. Él también. El médico le explicó que no era una intervención riesgosa porque contaba con todas las normas de higiene y seguridad. Hacerlo salía mil dólares. Mil dólares repitió ella en voz baja. (…) Cuando llegó a Lanús y se encontró con Francisco, se puso a llorar como nunca lo había hecho. Pero ahora lloraba porque mil dólares era una cifra imposible para ellos y porque no quería tener un hijo. Él le dijo que pidiera turno. Que él iba a conseguir los mil pesos”.
Feroz. Relato y vivencia. Pero no único. Padecido de a miles, de a cientos de miles. Fui del diario al libro. Porque Mariela en mi cabeza tenía rostro y con esa cara se me humanizaba más la mujer protagonista de la noticia.
Fue un SOS, la búsqueda de un anticuerpo. Porque siempre pasa igual con las víctimas: se las deshumaniza. La prensa más noble, le quita el nombre por prudencia y cuidado. Pero la canalla, la que se burla de las trans y se parapeta en el argumento de que “hacen pis de pie”, la que se escandaliza con Lulú porque –dicen- es un nene con una madre loca, les arranca la identidad con un solo objetivo: que sean sólo carne, carne de cañón del morbo general. Para lograr el gran cometido de la mayoría de las coberturas: hundirse tanto en el asco que el dolor termine superficial, banal, liviano.
Pasó con Sapito en la Villa 31, ese hombre que no recibió atención porque la ambulancia no quiso entrar, y murió. Pasó con Eric Ponce hace poquito en Villa Urquiza, cuando el gatillo fácil de la bonaerense y la complicidad de la metropolitana le quisieron poner confusión a lo evidente. Y pasó con Kevin en Zavaleta por el desastre de los prefectos del operativo.
Así, sin nombre, sin historia, sin vida antes del hecho que se vuelve noticia estar personas son vueltas “casos”. Por eso recurrí a la ficción, porque ayuda, calma. Le pone rostro a lo deshumanizado. Porque son miles, porque no es la primera, ni la única, ni en el único lugar.
La semana no iba a ser fácil. Estaba escrito. Colaboró con la decisión pre concebida de llevarnos por el camino de la irritación el fallo de los Supremos. Los enojó, es evidente. Y lo cierto es que no cuesta demasiado sumar al descontento cuando diciembre se acerca. Basta que ocurra para echar un poquito más de gas oil.
Ámbito Financiero había sido bestial: “Se resigna el monopolio Clarín: presentó plan de adecuación; se divide en 6”. Pero “No se resigna nada”, pensé yo con lectura en delay. Narcos, trenes, la salud presidencial o la suba de precios. La materia prima no iba a importar si el objetivo era que no hubiese ni una gota de aire fresco. Y pudieron. Convirtieron una semana completa en 7 días irrespirables:
“Regularizar la deuda le costará caro al país”, “Se posterga una semana la vuelta de la Presidenta a la actividad”, “Convivir con Boudou: la reemplazará en actos hasta diciembre”, “Admiten en el gobierno que el país debe recuperar estadísticas creíbles”, “Fuertes divisiones en el frente empresario”, “Precios imparables: la carne subió 10% en sólo una semana”; “Un muerto en un choque barrabravas y policías”, “Furia de usuarios en el subte C”, “Se aceleró las caída de las reservas”, “Llamativa fuga de otro militar procesado”, “El pollo sigue a la carne y los precios no paran de subir”, “El Central perdió 340 millones de dólares en un día”, “Código civil: el gobierno mantuvo cambios a los que se opone la Iglesia”, “El nuevo código civil, a merced de las urgencias kirchneristas” “Para un fiscal es inconstitucional el acuerdo con Irán”, “Rehenes durante dramáticas horas”. Y hasta Justin Bieber ayudó: “Nos pisoteó la bandera”.
Pero con la dispersión no iban a ir demasiado lejos. Necesitaban un eje, un hilo del que tirar. Una línea de dinamita para encender la mecha. Y la encontraron. En la misma Corte que hacía poquito había dado un sacudón a la coyuntura para sacarnos del superfluo día a día. La Corte habló de drogas. Y de narcos. Y del rol del Estado. Y se zambulleron: “Firme reclamo: la Corte exigió al Gobierno aplicar urgentes medidas”, “Lamberto reclama gendarmes para patrullar los barrios”,  “Aeropuertos: un tercio sin vigilancia contra el narcotráfico”, “La DEA redujo sus planes de cooperación con Argentina”, “Denuncian jueces del Norte la falta de recursos contra el narcotráfico”, “Narcos: Rosario es como Ciudad Juárez”, “Avance del narcotráfico: más reclamos y denuncias de inacción”, “En siete años se duplicaron las causas por drogas”, “Otro relato oficial que está muy lejos de la realidad”.
Poco detalle del texto de los Supremos. Mucho contacto con carnadura cercana: una villa, un comedor… “Graves incidentes en Chacarita: desalojan el comedor comunitario de una villa. En un principio se  creyó en una acción protagonizada por narcos”, “Hay un 40% más de feriados que hace 5 años”, “Las villas, un flagelo para 2,5 millones de personas”.
Bingo. Drogas, narcos, villas y feriados. Vagos paqueros y complicidad oficial. La cocaína vuelta sustancia diabólica y el problema, un hecho individual y de responsabilidad sólo estatal. Los datos sobre el dinero, lejos, en otra página, sección o bloque. Que no haya conexión entre narcos y guita; entre el blanqueo y el control. Loteado el pensamiento para que no haya conexión en la reflexión.
“La AFIP controlará ahora todas las compras por Internet”, fue una de las informaciones. La jugada había sido maestra: seguir la ruta del dinero no era sinónimo de un Estado que se mete y controla y busca. Era un pedacito del mecanismo stalinista de intervencionismo asfixiante. Porque el problema con los narcos, para esta presentación mediática, no se resuelve con política, se arregla a los tiros. Otra vez: hundirse en el horror para que las únicas ganas sean las de salir corriendo. Ganancia para lo superficial, lo banal, lo liviano.
Es la única explicación. Sólo en un contexto donde hay cabeza construida para que nada valga nada y todo sea igual a todo es que una calificación positiva a Hitler por parte de alguien con responsabilidad institucional puede pasar de largo y no provocar el escándalo y el espanto que la mención merece. La liviandad en una sociedad no es un estado de las cosas ni un modo de ser. Es la construcción colectiva de lo posmoderno; la elaboración premeditada de modos para que los consumidores, los vecinos y los espectadores sean siempre más que los ciudadanos, los comprometidos y los militantes.
Doña Rosa no fue una mención al pasar. No fue un montaje casual. Fue una construcción elaborada con cuidado, detalle y tiempo. Con “casos”, con despersonalizaciones, con deshumanización, con datos superfluos, con hundimientos en los horrores para que sólo deseemos vacíos y nadas.
Recordé. Me acordé bien. Porque fue una obra de ingeniería cultural perfecta. Germán Adbala insistió durante toda la entrevista en la necesidad de pensar qué tipo de Estado la Argentina necesitaba diseñar. Y el gran comunicador no se aguantó. Bernardo Neustadt sabía lo que estaba en juego. “Adbala, en vez de ser un dirigente gremial, parece un intelectual, folklórico, filosófico. Doña Rosa está diciendo, ¿este me representa a mí?”, le estampó.
Jugada de crack: justo en el preciso instante donde la potencia reflexiva le pulseaba a la lógica de la televisión, hizo su entrada triunfal esa señora representante de la fiaca, del ufa y del hartazgo y ganaba escena la portadora pasiva del discurso neoliberal; ese recipiente humano para la acumulación del discurso único. (Tomado de Máquinas de captura, de Daniel Rosso)
Y que sea fácil echar la culpa; y que haya a mano siempre un sencillito causa-efecto; y que no haga falta ninguna complejización; y que no interrelacionemos y que no leamos en proceso; y que hagamos foco en un presente continuo; y que estemos molestos; y que no nos acordemos; y que estemos cansados, bufando y hartos, bien hartos.
Y me fui del recuerdo al libro. Porque Doña Rosa, esa que también es cacerolera en mi cabeza tenía rostro y era el de una señora impresentable que nos presentó Alejandra Laurencich.
“La chica con la que había esperado en la parada se sentaba ahora en el segundo asiento de dos. Tenía el pelo mojado, como recién lavado. Seguramente aprovecharía el aire cálido para secárselo. Un buen truco para llegar a tiempo a la Facultad. Era conmovedor el esfuerzo de algunos jóvenes para estudiar, para ser mejores personas.
En la calle, distinguió a un agente de tránsito haciéndole señas al chofer para que avanzara rápido. En la bocacalle una multitud esperaba a que cerrasen la avenida. Observó las pancartas. Basta de asesinatos impunes. Queremos justicia. Cientos de personas reuniéndose para repudiar los accidentes de tránsito, la levedad de las condenas que permitían infringir la ley y manejar por la ciudad como en una pista de carrera. Mientras el colectivo se alejaba rápidamente de la multitud, ella sintió que el orden de la ciudad estaba en buenas manos. Los familiares de las víctimas estaban en todo su derecho de reclamar justicia para los asesinatos del asfalto, como también los trabajadores y estudiantes debían gozar del derecho a continuar sus actividades sin demoras. Pensó, embargada por un regocijo solidario, que de no haberse interpuesto aquella intimación que vencía justo hoy, habría estado dispuesta a bajarse del colectivo para sumarse a la manifestación. Pero era imposible. Su deber no era reclamar justicia sino pagar la deuda a la oficina de gas.
-Buenos días, señores pasajeros.
Observó el prendedor que llevaba el hombre en el pecho. La escuela pública es la garantía de fututo.  Pero qué maravilla: todo un ciudadano comprometido con la educación. Sintió orgullo de vivir en esa ciudad. El vendedor hablaba de los monederos y riñoneras de cuero.
-¿Perdón?
Si no es mucha molestia, señorita. Había que ser caradura. El tipo estaba dando el dinero a la chica para que le sacara boleto. Y la chica juntaba todas sus carpetas para poder levantarse y complacerlo. Cómo se abusaba alguna gente. El vendedor miraba sin entender mientras guardaba sus monederos en un bolso.
Lo miraba al tipo. Seguramente lo pondría en vereda con su manera didáctica. Ah, no. Bajaba. Las ratas huían del barco. Mucha escuela pública para garantizar el futuro pero su negocio se había terminado. Era todo una postura, entonces. Y la chica, pobre, tratando de hacer equilibrio. La chica insistía con la moneda, las carpetas estaban a punto de caérsele. Eso le pasaba por llevarle el apunte al otro piola. Ahí salía el boleto, mejor que se agarrara fuerte porque en cualquier frenada se caía del colectivo. Pero parecía que nadie se daba cuenta de nada, país de ponciopilatos. Allí iba la chica otra vez a enfrentar a la máquina. Aparatos del subdesarrollo, andaban cuando se les antojaba.
El tipo le decía algo. –Está bien, no importa- decía la chica. Había perdido el asiento y se encogía de hombros, la muy mamerta. Vivan los avivados y los aprovechadores. Al gran pueblo argentino, salud. Así eran todos, así les iba. Había que verla ahora a la boluda acomodándose las carpetas en un solo brazo para poder aferrarse a un pasamanos. La miraba a ella como preguntándole si tenía algo que decirle. Asco le daba. La boluda se corría hasta el asiento de ella para agarrarse fuerte. Que no se le ocurriera apoyar las carpetas en su respaldo, ella no pensaba hacerse cargo de su sometimiento. Lo único que salvaría a esa idiota era conseguir un asiento. Ahí estaba tratando de que la suerte le ofreciera lo que había perdido sin chistar. Eso era lo que los jóvenes del país tenían en la cabeza: nada de lucha, nada de defender lo propio.
Alguien que bajase para zambullirse en el asiento y disimular el bochorno. No lo merecía. Debía viajar parada y aprender a soportar las consecuencias de su estupidez. Eso. Castigo justo para los necios y los irresponsables. La parada siguiente era la de la oficina del gas. Miró el reloj. Miró a la chica. Podía ver cómo empezaba a disfrutar por adelantado el asiento. Era injusto. Ella sintió que la impunidad como una peste enviciaba el aire. Faltaban sacrificios. Faltaban héroes.
Entonces lo decidió. No se levantaría de su asiento mientras la chica siguiera en pie. No bajaría en la parada. Que le cortaran el gas. El sacrificio valía la pena. Se acomodó en el asiento, satisfecha. Gracias a ella, alguien el este país iba a empezar a pagar”.

Y me volvió a parecer feroz. Y me volvió a parecer brutal. Pero nada honesto. Y las ganas de estamparles horror en el relato me llevaron de vuelta a la ficción. Y a Alejandra Laurencich, una incorrecta que nos presenta a impresentables para que nos atrevamos a hablarle al espejo: “Las manos entrelazadas contra la boca. Te lo estoy pidiendo. Ahora. Traémelo ahora. La cabeza gacha. Nada de orgullo, si no, no sirve. Por tu misericordia, por tu infinito amor. Nunca más, te lo prometo. Que no haga ese gesto, que me traigas. Y por mi Loli. Si vuelto a tomar, la próxima te lo llevás. Pero ésta no. Traémelo. Traémelo. Una última vez, por favor, devolvémelo. Las rodillas tocaron las baldosas frías. Se quedó ahí, mirando el suelo sucio de migas y pelusas. Y entre las migas descubrió una piedra, una ínfima piedra blanca. La recogió con un dedo, se la llevó a la nariz y, cerrando los ojos, aspiró fuerte”.
Y los trenes, también tema de la semana, pasaron desapercibidos porque en general fueron hechos de los buenos, de los que vale la pena esperar algo lindo, de los que no vale la pena buscar en lo importante de la prensa.
Los títulos fueron: “Descarriló un tren y cayó sobre casas precarias”, “Una formación del Mitre sufrió un cortocircuito”, “Tercerizados cortan vías”, “Los nuevos trenes del Sarmiento comenzarán a llegar en febrero”. Y como desde el primer cachetazo que fue pensar en los maquinistas yo recurrí a la ficción. Al Lucio de Olguín. Que padece. Igual que ese burlón de Julio Benítez, en su blog de Pastichoti: "Mi sueño más recurrente es que me hago recontrabolsa en un tren que lamentablemente voy manejando yo”. Igual que otros miles porque no es el primero, ni el único, ni en el único lugar.
A Lucio, al de Olguín, al que padece. “Morón había quedado atrás. Verónica quería escuchar lo que él no hablaba con nadie, ni con su esposa, ni con sus amigos, ni con sus compañeros de trabajo. Nadie le hacía preguntas cuando ocurría un hecho así. Un silencio piadoso lo cubría siempre y ahora Verónica quería meter sus brazos ya no en las heridas sino en su cerebro. A duras penas no se había vuelto loco y ahora ella revolvía en su cabeza y él volvía a sentir el miedo a la locura. En tres ocasiones lo habían llevado a una comisaría y lo habían dejado demorado toda la noche. Incluso el abogado de la empresa había tenido que sacarlo. Aunque tal vez era mejor eso que terminar en un hospital en estado de shock. O tener que soportar al psicólogo de la empresa que quiere calmar con una aspirina un cáncer que corroe las entrañas. El cáncer de haber visto, de recordar imágenes, sonidos y también el silencio.
“Cuarenta y ocho horas. Ese era el tiempo que el psicólogo le daba de reposo, pero él hacía lo posible para que lo reincorporaran al trabajo. Al fin y al cabo los trabajadores de los ferrocarriles se jubilaban a los 55. Eran un trabajo insalubre. Lo insalubre eran las muertes que cargaba cada uno de ellos. Y, sin embargo, siempre volvía a conducir los trenes. Más que una vocación era un destino, o una maldición. Su mejor manera de sobrellevarlo había sido el silencio, el intento consciente de olvidar todo”.

domingo, 10 de noviembre de 2013

Programa SF 92 - Graciana Peñafort y Damian Loreti - 9 de Noviembre de 2013

Guerra declarada a los cínicos.
por Mariana Moyano
Editorial del 9 de Noviembre de 2013.

Él es abogado. Pero no se parece en nada a los prototipos de la Farsantes del canal del solcito, ni a los de las series yanquis que son mitad detective, mitad alcohólicos. Es un bicho raro, pero no es ni cuervo ni carancho. Tiene toda la biblioteca de Derecho a la Información en la cabeza y te la tira, como si vos pudieras seguirle el hilo. “Abogado de gremio”, creo que era la fórmula que una vez le escuché usar para definirse. Del gremio de prensa, aclaro yo. Y en los años 90, cuando a todos los trabajadores nos echaban de todas partes, queríamos tener su contacto para que nos defendiera ante la empresa. No había demasiados apellidos para esgrimir ante la patronal y estar un poquito menos desprotegido; apenas un par: uno era Recalde y otro de esa lista de -cuanto mucho- tres, era él.

Cuando entramos más en confianza, una vez, con una amiga, le lanzamos impunemente durante el frugal almuerzo de un sábado fresco: “Loreti, hay vida fuera del código civil”. Nos reímos mucho nosotras y él se sonrió como celebrando la chicana. Siempre me sorprendió que no se enojase por aquello y resuena muy vívidamente aquella charla. Pero no fue lo único que se quedó pegado a mi memoria. También recuerdo que me asombró que celebrara con tanto ahínco un libro cuyo título yo siempre pensé equivocado. “Los cínicos no sirven para este oficio”, se llama el volumen en cuestión y su autor es el polaco Ryszard Kapuscinski. Este escritor sostenía que “No hay periodismo posible al margen de la relación con los otros seres humanos. Para ejercer el periodismo, ante todo, hay que ser buenos seres humanos. Las malas personas no pueden ser buenos periodistas”. “¿Cómo?”, pensaba yo en aquellos fatídicos, dolorosos y humillantes fines de los años 90. “Y entonces qué son los de ese ejército de hijos de puta a quienes lo único que les importa es el doble apellido –fulanito, de Clarín- y que a los que no estamos en esa nos miran con sorna y le agregan el sobrador ´pero vos te quedaste en el 45, nena. Y encima, lo tuyo es peor porque ni siquiera lo viviste´”. No eran impostores con disfraz de una profesión que no les correspondía. Eran periodistas y básicamente cínicos. ¿Entonces?
Ya no me lo pregunto más. Sencillamente porque el tiempo, los programas de televisión, las columnas de análisis, los acontecimientos y sobre todo la política -uno a uno- me fueron dando la razón. Pero siempre me quedó repiqueteando. Quizás sea buen momento para conversar sobre aquello.

Ella es abogada. También. Pero es menos moderada. Es prudente, juiciosa, cortés. Conoce y hace gala de todas las reglas de la formalidad y el decoro en cada una de sus funciones, ejercicios y trabajos. Sobre todo si su interlocutor es el Presidente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Pero fuera de los estrados, agárrense. Es irónica, atrevida, tiene una insolencia que desconcierta porque va junto con la simpatía y es desmesurada. Y quienes la conocen un poquito se dieron cuenta de que algo de su irreverencia se le coló cuando al Supremo más conspicuo del Poder Judicial argentino le lanzó un “menos mal” con sonido a ofensa, cuando éste le anticipó, muy casual “la última pregunta”.
Como le dicen “Grace”, no falta el gil que le manda un “Graciela” descolocado luego de hacerse el amigo. Personajes aparecidos básicamente desde fines de agosto a la fecha. Los mismos que a Loreti le ponen una doble t que, vaya mi psicoanalista a saber por qué me irrita tanto, si por falta de rigurosidad o por oportunismo.
Graciana se llama ella y nunca olvidaré cuando el quijote aquél de nombre Gabriel, que en 2008 y 2009 se puso al frente de la pelea y le ofreció, no una, sino mil veces la mejilla al grandote para que pegue, nomás, me la mencionó por primera vez. Me había dicho: “si vos, de verdad, querés saber, entender, conocer y tener hasta el último detalle, la llamás a ella. La que sabe de verdad, es ella”.

No sé qué opina o si habrá leído con admiración a Kapuscinski, pero ella sí que no pertenece al batallón de los cínicos. Ella llora, se conmueve. A ella se le estruja el estómago cuando le hieren a SU ley o cuando le faltan el respeto. Ella la acuna, la cuida, la mima, la arropa y la defiende como una madre a sus pichones. Y detesta a quienes no están a la altura.

Estos dos a la ley SE-LA-CREEN. En el mejor sentido de la frase. Le confían, le tienen fe (si es que cabe lo religioso en algo tan, pero tan racional). Y son –todos quienes batallamos genuinamente por esta ley hemos sido- explícitos, claros, contundentes, precisos, francos, honestos, sinceros: no es la reforma agraria bolchevique lo que estamos debatiendo; no proponemos embarcarnos hacia una revolución guevarista en el campo de los medios de comunicación; jamás prometimos la utopía socialista vía la 26522.
El debate es acerca de la desmonopolización, de la desconcentración del mercado mediático, de la competencia un poco más leal. Es decir, de Adam Smith para acá, algo más o menos parecido al liberalismo –al de verdad, no al que usan de mascarón para instalar al neo-. O supongamos, un keynesianismo Siglo XXI.

Era por eso que marcábamos la exageración y la trampa de aquel “TN puede desaparecer”; era por eso que nos parecía tragicómico aquella acusación de “stalinismo intervencionista”; era por eso que les recordábamos, sobre todo a los radicales, cuánto más restrictivas habían sido las propuestas de la UCR antes de la llegada de Menem a la Casa Rosada; era por eso que sometíamos a juicio a periodistas victimizándose en nombre de normas inexistentes salvo en su imaginación, a dueños de medios víctimas –estos sí en serio- del poderoso que devenían defensores de sus verdugos, a sabelotodo de la materia que por ganar minutos de aire rifaban prestigio, libros y sus propias cátedras y se convertían en los espadachines de los oligopolios.

Era por eso que fue tan, pero tan sencillo tener argumento ante cada ofensa, mentira y disparate. Era por la democracia. Nunca hubo detrás de esta ley nada más que democracia.
Por eso es que es tan extraño e insultante leer y escuchar a supuestos izquierdosos (algunos ex K furiosos, vaya uno a saber bien por qué) burlarse ante la imagen del grandote imbatible y todopoderoso cediendo, no ante un gobierno, sino ante las instituciones.

Porque es precisamente esto la presentación de su plan de adecuación. Que faltan licencias en los papeluchos, que quizás en uno de los seis puntos se pasan del 35% correspondiente y que se hacen los giles con aquello aún vigente de que su fusión y su compra de otros cables no fue autorizado. Si, por supuesto. Pero con las dos manos en el corazón y con toda la honestidad intelectual y política sobre la mesa: ¿alguna vez, alguien, alguno de los que se burla, cuestiona, chilla porque le parece que tiene gusto a poco, pensó, supuso, imaginó, una escena en la cual Goliat se sienta ante David, reconoce las reglas y le dice “OK, touché, me ganaste. Juguemos tu partido. Acepto mi derrota; me avengo a las regulaciones del sistema institucional”? Que no nos vengan con chicanas los que tienen la lengua larga y la audacia cortita. O, parafraseando al gran Solari: que los panquecoides en estado de hiperborocotización no firmen con la mano cheques que su culo no puede pagar.

La Argentina es vertiginosa. Un poco porque lo es y otro tanto porque el ritmo frenético de lo que se supone debe interesarnos es manejado por quienes controlan los tiempos de esa vida que camina a tranco televisivo. Pero esta vez pasó algo absolutamente fuera de lo común. Extraordinario en el sentido literal de la palabra. Hubo como un geiser de la política profunda (de lo moderno, dirían los filósofos, o mi estimado Rinesi) que desde lo profundo de la tierra le puso política de fondo a la política de superficie. Estaban jugando a las definiciones con lo más trivial; equiparando democracia sólo con comicios. Y vino un chorro desde el centro de la tierra y los puso en aviso: la República y la libertad no son palabritas de un slogan de campaña. Es eso subterráneo que conmueve, sopapea y cambia los términos de la ecuación. Estaban dando por cerrada una etapa y un fallo de la máxima autoridad judicial les dijo: “chicos, no se queden paveando porque este juego viene en serio”. Y mientras armaban un esqueleto argumentativo sobre la base del bonus track de la Corte y no del nudo jurídico, Clarín dejó en offside a sus propios mediocampistas y en una pirueta –de jugador exquisito o de gigante herido, ya veremos- se avinieron a cumplir. Y como si alcanzara ya con eso, en un entrepiso oculto también entró el mejor desinfectante, la luz del sol. Y salieron de la cueva archivos del horror que confirman que los dueños de la palabra también lo fueron de los uniformes y de las botas; y que la estafa al Estado tiene prueba de haber sido tan monumental como la tortura.
Reconozco que no les creí. Digo, la jugada del plancito de adecuación. Jamás. Es que uno se cura de espanto. Y los llamé. A ellos dos. A los abogados. A los que perseguí, molesté, interné a preguntas y dudas durante estos últimos cuatro años para lograr entender cada esquina del debate. “¿Dónde está la trampa?”, fue el mensaje de texto que les envié a dúo a estos dos abogados que son capaces de recitar de memoria artículo por artículo. Ellos me dieron las explicaciones detalladas que necesitaba e intercambiamos pareceres. Y en un momento, de una de las conversaciones, uno de los dos me dijo “¿y si quizás es verdad que les ganamos un poquito?...”

El kirchnerismo siempre fue para mí ese movimiento con muchas características a favor pero con una básicamente sanadora: la capacidad de hacernos ver y comprender que lo que aparecía como muro, era apenas telón y que éste podía correrse, y que una vez corrido nuestros ojos iban a observar en toda su dimensión lo que antes no sólo nos estaba vedado sino que se nos presentaba como inexistente. Y luego, como si con eso ya no alcanzase para rescatarnos del mundo de la mentira, nos invita a hacer algo con eso que vimos y nos desafía a cambiarlo. Pato o gallareta, dice mi vieja. Plata o mierda, decía una amiga. Que salga lo que deba salir. Pero que salga. Que se muestre y pelee. Córranse suplentes y a batallar, titulares.

Hacer visible. Mostrar. Poner en evidencia. Ser el catalizador protagonista del proceso. Revelar (con v corta) para que nos rebelemos (con b larga). Todo eso. ¿Pero ganar? ¿Y si era verdad que les habíamos ganado un poquito?

Y me paralicé. De verdad. Me turbé. Los que estamos de este lado de la historia no estamos muy acostumbrados que digamos a ser los que suben al podio. ¿Gobiernos? Si, varios. ¿Torcerle el brazo al poder? Contadísimas veces y apenitas terminada esa contienda en la que quedábamos mejor ubicados, a prepararse porque el golpe de Estado era el paso inmediato.

Pero después del estremecimiento me quedé pensando y me di cuenta que a lo largo de estos años, de estos 10, ellos habían cometido un error, uno tremendamente grave que en política se paga caro: no es que quisieron pasarnos por encima con sus argumentos, ganarnos la discusión, mostrar la debilidad de nuestras premisas y evidenciar que nuestra posición era la que estaba equivocada. No. Ellos fueron por otro carril. Fueron por nuestra aniquilación como interlocutores. El kirchnerismo y todo lo cercano a él, era una impostura, una mentira, charlatanería, una patraña, falsedad en estado puro. No fueron por nuestros argumentos. Fueron por nosotros. No quisieron eliminar nuestros fundamentos sino a nosotros. El kirchnerismo no es que estaba equivocado. El kirchnerismo sencilla y llanamente no era.
Y la pifiaron. Fiero.

Y ahora no es que estemos cantando victoria. Es que estamos diciendo que estamos. Que somos. Que jugamos. Que somos parte del partido. Y que a veces, las cosas nos salen bien. Por convicción, “por mandato popular, por comprensión histórica, por decisión política” o por casualidad… Estamos. Y ese estar, ese ser, ese hacer fue una declaración ontológica de guerra al cinismo. No a esa moda noventosa, a ese pasar de todo tan cool entre los periodistas supuestamente opositores al menemato. Sino a ese sarcasmo que los poderosos habían elegido como instrumento para esmerilar, primero, y darle el tiro de gracia a la posibilidad de cambio, después.

Escribí en agosto, como un deseo lanzado al aire, como un rezo laico que hace décadas que lo estábamos gritando, primero solos y ahora de a muchos. Que ese 28 y ese 29 de agosto, los de las audiencias, no iban a ser días comunes. Que nos íbamos a levantar; que íbamos a hacer todo lo de la mañana en un par de horitas; que íbamos a pedir reemplazo quienes teníamos la posibilidad; que nos ausentaríamos de otras actividades y que partiríamos a Tribunales. A decirle a esta ley que no estaba sola. Porque no es una normativa escrita en un papel. Es el grito desesperado de una democracia que está harta del discurso único; que está hasta el tuétano del versito del falso pluralismo que pone a opositores a matarse en un set de TV, pero que no se anima a ver qué le preocupa de verdad a un colla; que no da más de que su verdad sea sólo la mercantil y que quiere que al menos una, una solita vez, las corporaciones, en un paisito perdido de un continente olvidado, allá, por el sur de la razón, tengan que pedir, si no, perdón, por lo menos permiso.

Así lo dije. Y lo repetí. Como quien recorre con sus manos, botón por botón, una especie de rosario sincrético entre ruego y militancia.

Y ellos seguían haciendo su juego, su propia partida. Porque para ellos, nosotros no estábamos allí. Hubo uno que se les adelantó en el aviso. En mayo de 2002 el genial, el maestro Nicolás Casullo –que si fuera parte, ahora estaría disfrutando como un loco desencajado estos últimos 10 días- se los dijo: “En ese maltrecho peronismo que vendió todas las almas por depósitos bancarios, Kirchner es otra cosa: insiste en dar cuenta de que ésta no fue toda la historia. Que hay una última narración escondida en los mares del sur”.

Ellos no escucharon. Porque nunca oyen, porque una les habla pero ahí no ven a nadie.

Pero parece que el grito desesperado se hizo escuchar. Que el discurso único tenía fisura. Que la verdad mercantil no era la única. Y el cinismo se debilitó, se secó, se arrugó, se hizo pasita de uva. Y esos más-operadores-que-periodistas, para quienes no es este oficio según Kapuscinski, se quedaron con la boca abierta. Y una vez, una solita vez, las corporaciones, en un paisito perdido de un continente olvidado, allá, por el sur de la razón, fueron obligados a hacerlo y tuvieron que pedir, si no perdón, por lo menos permiso.

martes, 5 de noviembre de 2013

Programa SF 91 - Juliana Di Tullio y Leopoldo Moreau - 2 de Noviembre de 2013


El preámbulo de la democracia.
por Mariana Moyano
Editorial SF del 2 de noviembre de 2013

Resonó. Primero como un susurro lejano; de 30 años. Luego, como bramido, con el estruendo de cadenas y grilletes desmembrados, finalmente a fuerza de historia y perseverancia. Las manos, atrapadas durante años, se liberaban; las que celebraban y, también, las que hoy prefieren la pantomima de la crítica y la obstrucción. Resonaba. Era el sonido de lo libertario. Aquel, y éste. 
Resonó. Porque hasta el nombre agasajaba a la coincidencia. Uno era Raúl, Raúl Ricardo, para más precisión. El otro lleva un Eugenio de bautismo del que prescinde, según mi propio y personal capricho por cómo ese nombre tironea hacia el apellido Aramburu. Él prefiere que lo llamen Raúl. 
El apellido de uno es Alfonsín y será, para siempre, sinónimo de momento iniciático, de primera vez, de puntapié inicial de una institucionalidad que hoy está cumpliendo 30 años. En el DNI del otro dice Zaffaroni y se ha convertido en el pedacito popular de una Corte que, de tan Suprema, pone pocas veces los pies sobre la tierra que el resto de los mortales caminamos. 
Esta semana, el 30, se cumplieron 30 de aquella vez en que poner un sobre en una urna fue lo menos parecido a una formalidad institucional. Nunca un trámite fue tan ceremonia. 
Esta semana, el 29, otro procedimiento del campo los tecnicismos también fue más corazón de epopeya que expediente. Esa Corte -las más de las veces cortesana de lo instituido y paroxismo de la egolatría iluminista- tuvo un gesto. Tuvo el gesto y se atrevió. Y le dio al sistema democrático una fenomenal inyección de democracia que permitió que la institucionalidad se aproximara un poquito más a la libertad. 
“Nadie puede poner en duda que los medios audiovisuales son hoy formadores de cultura (…) Tienen una incidencia decisiva en nuestros comportamientos. (…) Son los medios audiovisuales –más que la prensa- los que nos deciden a salir con paraguas porque amenaza lluvia, pero también son los que fabrican amigos y enemigos, simpatías y antipatías, estereotipos positivos y negativos, condicionan gustos, valores estéticos, estilos, gestos, consumo, viajes, consumo, sexualidades, conflictos y modos de resolverlos, y hasta las creencias, el lenguaje mismo y, al incidir en las metas sociales, también determinan los propios proyectos existenciales de la población. Para cualquier escuela sociológica, fuera de toda duda, esto es configuración de cultura”.
“Ningún Estado responsable puede permitir que la configuración cultural quede en manos de monopolios u oligopolios. Constitucionalmente estaría renunciando a los más altos y primarios objetivos que le señala la Constitución”.
“Pues bien: una Constitución no es un mero texto escrito, sino que vive. Y si se pretende no quedarse en el mero plano del deber ser o del programa irrealizado, debe estar inserto en la cultura del pueblo que la adopta y en constante interacción con ella. Sólo de este modo puede aspirar a ser la coronación de un orden que permita y facilite la convivencia humana lo más pacífica posible. Una Constitución que reúna estos requisitos debe recoger las experiencias históricas y, por ende, operar acorde con la cultura de un pueblo”. 
Y empezaba a tronar. No el escarmiento, sino la memoria viva. Retumbaba en ese texto formal, de considerandos jurídicos de este juez poco afecto al protocolo. Este Raúl que cumplía con los formulismos, pero llevaba su explicación de por qué esa ley -LA ley- es constitucional, a los márgenes de algo mucho más inmenso. Trasladaba los argumentos a un terreno que excede, por lejos, la cuestión de los medios, para introducir el debate en el verdadero sitio donde discurrió siempre esta discusión: el de las emancipaciones y las independencias. 
“Una Constitución” –continuaba este Raúl, Zaffaroni, en su fallo- “que reúna estos requisitos debe recoger las experiencias históricas y, por ende, operar acorde con la cultura de un pueblo. Los objetivos de constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad, no podrían alcanzarse con una Constitución incompatible con la cultura del pueblo que adopta”. 
“Nuestra cultura es esencialmente plural; pues somos un Pueblo multiétnico; nuestra Constitución no aseguró los beneficios de la libertad sólo para nosotros, sino también para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”. 
Y resonó. A casi exactos 30 años del bramido aquel, del otro Raúl, del Alfonsín del principio de todo esto. 
“…Y en todas partes he dicho, y permítanme que lo repita hoy, porque es como un rezo laico y una oración patriótica: que si alguien distraído, al costado del camino, cuando nos ve marchar, nos pregunta cómo juntos, hacia dónde marchan, por qué luchan. Tenemos que contestarle con las palabras del preámbulo y que marchamos, que luchamos para constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino…”. 
No había sido, ni era ahora, inocente sino estricta y eminentemente político el corte, el hachazo, que los Raúles le pegaban al preámbulo para dejar afuera de la cita dos porciones de ese texto fundante que –ésas sí- no emocionan sino que condicionan.
No había sido, ni era ahora, sin querer el no haber incluido aquello de invocar “la protección de Dios”, según ese escrito “fuente de toda razón y justicia” y aquello otro de “ordenar, decretar y establecer”. Raúl sabía y Raúl sabe lo mal que se llevan con la democracia-y sobre todo con la democratización-la mayoría de las sotanas y el mandar autoritario. Así que, un tajo al prefacio para que, al metérsenos en el cuerpo, nos siguiera piantando un lagrimón. 
Fue casual, pero se hizo coro, como teatral. Un Raúl evocaba al otro sin decirlo, sin mencionarlo y hasta sin intención. Como si se hubiera tratado de una coincidencia más librada a los azares mágicos que al berretín de la efeméride. 
Pero era inevitable que vibraran juntos. Que una lectura silenciosa llevara el pensamiento a aquella voz que rugía y se quebraba y nos hablaba de un todos que, ¿por qué no?, inauguraría el ahora tan nuestro, tan propio “para todos”, “para todos y todas”. 
Era inevitable que aquel bramido de la institucionalidad en pañales se colara por los márgenes, los renglones, las comas y las citas de este fallo Supremo. Porque se filtraba, ante todo, por las sangrías: las que implicaron esperar 30 años. 26 para discutirla y otros cuatro para finalmente largar el suspiro, el grito contenido y la lágrima emocionada que guardamos tan celosamente por miedo a la desilusión.
Le buscamos letra chica y gato encerrado. Pero no había ni palabra tramposa ni felino en jaula. Y esperamos la tapa. “Kirchner ya tiene su ley de control de medios” había sido el slogan del tráfico ilegal de ideología devenido información de titular aquel 10 de octubre de 2009. 
Y aguardamos el vómito de odio que llevarían a tapa el día mismísimo en que celebrábamos –todos- el retorno de la institucionalidad y –muchos- que el sistema en que vivimos se pareciera un poquito más a lo que uno entiende por democracia. “Ley de medios”, dijeron esta vez. “La Corte falló a favor del Gobierno”.Asépticos, como obligados a decir algo inmediatamente después del nocáut.
Y adentro, las trampas del mismo calibre que han venido usando hasta acostumbrarnos: “fallo con disidencias”, “con sólo un voto de diferencia”, “cese compulsivo”, “mano política tendida al gobierno” y supuestos tribunales internacionales de defensa de los Derechos Humanos a los que –mienten- podrían acudir. “Stalinistas”, “delincuentes”, “ladrones”, “autoritarios”, dejaron e hicieron decir a sus amigos, esclavos y voceros. “Mazazo”, simplificó La Nación con un grado de precisión, justeza y brutal honestidad que –reconozcámoslo- provocó sorpresa. 
Ellos saben qué implica este fallo de la Corte. 
El sistema republicano había podido –con errores, tironeos, grises, zonceras, claudicaciones y hasta banderas blancas, a veces- meterse con y enfrentarse a: sindicalismos verticalistas, autoritarios y corruptos; militares y uniformados asesinos y genocidas; policías delincuenciales; cúpulas eclesiásticas y dogmas católicos; sistemas educativos, sanitarios y electorales. 
Pudo que gays contrajeran matrimonio; que trans, si así lo prefieren, sean mujeres; que bolivianos, paraguayos, peruanos y quien sea saque DNI si siente este suelo; que parejas se divorcien si el amor desaparece y que padres y madres compartan la patria potestad; que pueblos originarios tengan escuela bilingüe, reconocimiento geográfico y nombre sin desprecio. 
Se pudo cambiar la Constitución y hasta a la Carta orgánica del Banco Central se le pudo meter mano. Se discutió, se votó, se sancionó. Todo eso fue ley y a cumplirlo. 
Sólo quedaba un sector -uno, ese solito, el único- al que ni de lejos, la democracia se podía asomar. 
Con todos excepto con los dueños del dinero y menos, muchísimo menos, con los propietarios del dinero y la palabra. Con ellos sí que no. El borde estaba ahí. Señalaban con el dedo: “el poder son los otros”, describían y “¡fuera de aquí!” porque “nos lo llevamos puesto al que se anima, a su partido, al gobierno y a la República si hace falta”. Bombardeo en la construcción y napalm argumental para la defensa corporativa. Y el gato con letra chica, sin jaula y sin cascabel. Y una democracia renga, débil, con huecos y parches. 
El domingo hubo voto, sistema representativo en ejercicio, conteo y derrota de coyuntura y, hasta si se quiere en el análisis, discutible. 
Esa noche no fue fácil poner la carita en televisión. Pero sin soberbia, ni arrogancia, ni jactancia me atreví a sugerir a quienes, más que cantar, chillaban victoria, aprendieran de las lecciones de la historia reciente y que se asomaran un tantito, sin ceguera ni cerrazón, a la característica más notable del movimiento en el gobierno: su tremenda y extraordinaria capacidad de recuperación, sus modos de reinvención y su originalidad en coyunturas de resistencia. No tenía ni oráculo, ni la información. Sólo lectura política de estos tiempos. 
Y así fue. 24 horas le duró el estrellato al candidato triunfador, ése que se había convertido en una especie de marca de agua en La Nación on line porque, quisiera uno lo que quisiese leer, se encontraba con el abrazo del tigrense con la Malena de moda y el fulgurante –y a la vista de los acontecimientos excesivamente anticipatorio- título:“El amplio triunfo de Massa consolida el cambio político en el país”. Una más de ese tipo de frases que preceden al razonamiento; las que se les caen de la boca y, finalmente, siempre los deja en off side; esa que aseguran el fin de ciclo ante cualquier modificación coyuntural. 
Pero parece que la democracia se empecina y que a fuerza de instituciones y de militancia y de dar batalla y de no ceder y de aprender a no rendirse, ha creado un movimiento que se empeña y que se emperra en estirar hasta el límite posible de esa democracia. Y la convierte en ejercicio de 24 sobre 24 de participación, cambio y avance. O sea, de vida. 
Ese espacio político que nos hace vivir en un permanente, seductor, atractivo y atrayente estado de electrocardiograma. Ese que cuando parece que el cuchillo va a ser introducido en el lugar del dolor más lacerante, revive, se levanta, se pone de pie, da pelea y, varias veces, gana. 
26 años, 4 de espera, 30 de democracia. 73 proyectos. 4 Poderes Ejecutivos que presentaron propuesta. Sólo una con estado parlamentario. La misma que logró aprobación. 7 instancias judiciales. Y una palabra final. 
Siempre pareció imposible. Y ella coincidió: “Es imposible”, sostuvo. Y sin sacarnos los ojos de encima -en aquella para mí memorable reunión- y sin quitarnos un segundo de esperanza y convicción le puso pasión, certeza y promesa al comentario: “Es imposible. Pero alguien tiene que hacerlo”. 
Y lo hizo. Y se hizo. Y la democracia es ahora menos renga, menos débil, sin tanto hueco y con menos parche. 
Y resuena. Porque no se trata de un par de licencias, de cuatro o cinco pantallas o de una grilla injusta. Sabemos, lo sabemos bien todos que se trata, en serio, hasta el hueso y de una vez por todas, de promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino…”.