martes, 23 de abril de 2013

Programa SF 63 - Jorge Bernetti & Martin Rodriguez - 20 de Abril de 2013


Cacerolas en estado de show. 
por Mariana Moyano
Editorial Sintonia Fina del 20 de abril 2013

“Quiero un cacerolazo que se oiga en el mundo” fue la frase exacta. En el oído nuestro, acostumbrado a un hablar más duro, más cortante, con menos cadencia y a veces más helado, pesa más el modo y la tonada caribeña y puede hacer que suene a canción, a trova o a canturreo. Pero atrás de la afirmación coreadita había un gesto, furia, una historia personal, un recorrido político, contexto y aliados. Y eso condiciona. Determina, si me permiten las burdas traducciones del Carlos Marx original.

Así, con la práctica de desmalezar y quitar capas de sentido al acontecimiento ya hecha costumbre, estamos en condiciones de correr las intermediaciones y ver que en esa arenga hubo alguito de súplica, un poco de exigencia y mucho de amenaza.

Henrique Capriles Radonsky es peligroso porque no es sonso. Es un ricachón gobernador con muchos de los tics de la derecha latinoamericana. Pero sabe lo que hace y, con la potencia que otorga usar la fuerza ajena para amainar la debilidad propia, supo ser -desde el antichavismo- una opción incluso para los que querían en vida al Comandante.

A su comando lo bautizó Simón Bolívar y tuvo la astucia de empujar a Nicolás Maduro a un discurso menos permisivo y más ideológico. Está visto que con ese señor no se embroma. Tiene talento, es pícaro y ha construido espalda política absorbiendo el poder del imperio sin contaminarse demasiado de la torpeza propia de todos los emporios.

Ese es parte del problema de las cacerolas: algunas pueden no ser burdas y cuando hacen del simplismo bandera, construyen un sentido tan, pero tan perverso, que se vuelve el común.

Es tan sencillo, simple y veloz lo que exigen, que no concederlo parece capricho, inoperancia o incapacidad. Porque la demanda de la olla va en la misma línea del spot televisivo, del slogan publicitario, del título periodístico. Pide política fast food y no interroga, ni se interroga, acerca de cómo, cuándo y por qué será posible, o no, lograr eso que se pretende. No se pregunta qué implica una u otra decisión, ni quiénes están detrás o se comen las consecuencias de ir hacia uno u otro lado.

La superficialidad de ciertas demandas del ruido a lata explica por sí misma por qué ellas no sonaban durante el menemato, y las razones por las cuales aquel régimen no sólo contemplaba sino que contenía y daba respuesta inmediata a lo que hoy es exigencia caceroluda.

Aquella segunda década infame fue entrega por parte de los gerenciadores del Estado, pero sobre todo fue complicidad civil. Porque no hizo falta durante esos años ni demasiado palo, ni demasiado golpe ni demasiada cárcel para llevar adelante el plan. Bastó dólar barato, una copia del “déme dos” sin uniforme y el fantasma de la hiper para lograr consenso.

Así son los neoliberalismos astutos: enseñan a vivir el hoy sin espejo retrovisor y sin asomarse hacia delante para, al menos, sospechar cómo será el abismo que nos espera cuando se enciendan las luces y llegue el fin de fiesta. Así son los conservadurismos populares. Así son la mayoría de las cacerolas. Así es la derecha.

“Eh, pará”, escucho que me gritan, “yo salí a protestar en el 2001 y no tengo nada que ver con estos golpistas”. Y no faltará quien me lance el Exocet: “Mirá que yo le di al tachito en 1996, contra el turco, eh”.

Si, claro. Ni uno está habilitado a dudar de las intenciones personales e individuales de los del batifondo que se cargaron a Cavallo y De la Rúa, ni hay permiso para afirmar tan impunemente que los del jueves 18 (prefiero esta fórmula a la tan agringada 18A) eran todos proto fascistas.

Pero, ¿saben qué? Se los confieso: a mí el tintineo del cucharón contra el metal siempre me dio aprensión.

Quizás sea menos por algún sesudo análisis político, que por prejuicio y cierta desconfianza. Aceptado.

Pero siempre hubo algo en ese tilín tilín que me provocó tirria. Debe ser que ya estaba formateada y que el sonido agudo se aparece como contracara de ese sonido grave del bombo que siempre sonó a queja o a festejo, pero popular y organizado.

El asunto es que esas ollitas tienen un bautismo, literalmente, de fuego, y no es otro que el clima de profunda desestabilización que durante tres años padeció Salvador Allende en Chile. El ruido bajaba de los barrios más acomodados y la furia de éstos, los más pudientes, radicaba en la oposición a las restricciones a empresas, a algunas expropiaciones y al impedimento para acceder a esos bienes que tan claramente marcan la diferencia entre alacenas ricas y las que arañan apenas lo suficiente.

Se puede resignificar. Si, si. Todo. Bueno, casi todo. Casi.

Porque hay acontecimientos, gestos, modos, símbolos que poseen un tufillo tan intenso que aunque se les haga chapa y pintura, apenas uno descascare, encuentra la punta del ovillo. Hay costumbres a las que se les ve el núcleo, que tienen el hueso a la vista. Y no hay que darle demasiada vuelta: el bombo se escucha peronista, el puño es estandarte de la izquierda y la cacerola… la cacerola viene por derecha. Y me animo. Y lo digo. Y disculpen los buenos modales, mi modo talibán.

Hay un “dilema enredado y a examinar”, decía el más que nunca necesario Nicolás Casullo, cuando “la derecha no pretende ser un partido desde sus antiguas prosapias o buscar un nuevo traje que la delate”. Esa derecha es “desde hace años, activa, de avanzada”, agregaba en el mismo texto.

Y me animo a aportarle así, de caradura, al gran Nicolás, que hoy parte de esta derecha no quiere tener ni partido, ni prosapia, ni figura, ni traje. Más sencillo y a mano tendrá su objetivo desestabilizador si no canaliza.

Con un Capriles, el asunto se pone a cara descubierta, mano a mano a fuerza de democracia republicana. Exposición y sometimiento al escarnio popular.

Con un ambiente denso y brumoso donde las formas no terminan ni de definirse ni de distinguirse, el tropiezo gubernamental no sólo les es posible, sino que se evitan sacrificar a algún autor intelectual al que le cobren luego la sanción.

“La derecha constituye un armado modernizante desde una opinión pública mediática expandida diariamente”, continuaba el texto del gran intelectual ausente. “Configura el reacomodamiento de un tardo capitalismo, camino hacia otro estado de masas, incluidos amplios segmentos progresistas conservadurizados. Lo mediático es hoy su gran operador: el espíritu de época encarnado. Derecha como Sociedad Cultural que nos cuenta el itinerario de los procesos. Que coloca los referentes y las figuras, y decide cómo encuadrar lo que se tiene que ver y lo que no se tiene que ver. La derecha es la disolvencia de lugares y memorias. Es un relato estrábico, como política despolitizadora a golpes de primeros planos y títulos sobreimpresos”.

Podemos acusar. Pero es la mirada de mínima, es chiquita, es mediocre, es estrecha. Se queda paralizada y congela acontecimientos. Se estanca en un resultado, en una protesta, en un país, en un dirigente, en un candidato, en un periodista, en una cobertura, incluso en una agresión. Y suspende. Y entrampa. Y nos entrampa.

Ojo de pez al momento histórico. Panorámica al pensamiento.

Hay que estar atento, colar la hendija, pero también saber correrse a tiempo. Porque la derecha que cacerolea, también edita. Ella es, al mismo tiempo, creadora y partera del hecho. Se retroalimenta con el acontecimiento que concibió junto a esa calle que pretende ser anónima y mantenerse a salvo del barro de lo político. Pone letra, consigna y argumento. Esconde la mano y oculta la piedra. Luego tritura desde la pantalla y nos subsume a todos en la experiencia de ser platea, y mientras acorta o agranda el plano va legitimando y legalizando palabras, actos y comportamientos.

No es Capriles, no es Macri, no es Pando, no es Donda, no es Carrió y claramente no es Lanata. Errar el diagnóstico es entrar en estado de shock. Confundir la respuesta, inevitablemente, es hundirse en el estado de show.

“Discutir la derecha es debatir, en principio, no un partido ni una figura. Es desollar una cultura” completa. *

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