martes, 14 de mayo de 2013

Programa SF 66 - Sabina Sotelo y Raquel Witis - 11 de Mayo de 2013


Es escabroso.
por Mariana Moyano
Editorial SF del 11 de mayo de 2013 


Es escabroso. Agarrado con superficialidad, el destino seguro de lo que se diga será la bien pensante hipocresía que le hace gestos amables al progresismo, pero que al primer cachetazo de la vida real, sale a los gritos a pedir bala y mano dura. Es que quema. Es la famosa papa caliente. Sencillamente porque no es binario y porque aunque haya lados, no hay bandos: las vidas de cualquiera de las esquinas del cuadrilátero valen por igual la pena. 
Violencia institucional dice el rótulo formal. De eso se viene hablando hace bastante poquito; menos de lo que la historia de palazos, balazos, torturas y fusilamientos que recorre la vida cívica de nuestro pueblo merecería. No es sencillo el abordaje porque abre para incluir y es tanto lo que sucede y que le cabe a la definición que duele: la decisión de los 4 tiros en la Patagonia trágica, José León Suárez, la ESMA, Budge, Miguel Bru, el 19 y 20, el parto deshumanizado o el detrás de la sentencia por Marita Verón; vértices elegidos al azar entre miles de ejemplos posibles. A todo le cabe el sayo. A todo en lo que haya habido una orden nacida de la esquina que está ahí para cuidarte y que terminó hundiendo más aún a quien apenas saca la cabeza.
En el proyectil del arma reglamentaria cuando es a quemarropa y sin que sea la primera opción o en la saña del servicio penitenciario con el último orejón del último de los tarros se ve clarito. Y entonces vamos por el responsable, por el ejecutor, por el autor intelectual y por el jefe político. Se busca la orden, la oral o la administrativa y cuando se la encuentra se les dice a esos señores que el Estado no los quiere más entre sus funcionarios. Si la resolución es más o menos esta, la sociedad ha avanzado un par de casilleros en su juego por un poco menos salvaje.
¿Pero y cuando es más sutil, más sinuoso, más permitido, más aceptado, más obvio para el sentido común establecido, más contrariante, menos fácilmente deglutible? ¿Más complejo que como para quedar atrapado entre “era un pobre pibes” de un lado y “los derechos humanos de los delincuentes”, del otro?
A nadie le gusta que le afanen. A ninguna persona más o menos bien de la cabeza le parece una buena idea temer por su vida. A ninguno en su sano juicio le gusta que le maten un hijo.
No debería ser así, más vale. Pero con decir “no me gusta” (eso lo aprendimos en salita de cuatro) no alcanza para esfumarlo.
Hay una zona, como digo, escabrosa, ardua, tortuosa, áspera. Un espacio interno de casa sujeto y también propio de cada comunidad donde los blancos no son tan claros ni los negros tan oscuros. En ese sitio, en el de pensar con franqueza y con la complejización que merece todo aquello que a una Patria le dura más de 15 minutos, no hay espacio para los slogan fáciles. Ahí hay que arremeter y desmalezar y encontrarse cara a cara con la contradicción que implica soportarse a uno mismo.
Porque está la orden, claro que sí. Pero también –y sobre todo- está la naturalización, la justificación en vos baja, la aceptación de cabeza gacha, la resignación y todo el mecanismo cultural, político y también económico que permite y presiona para que así sea. Ese que hace que uno sienta que da la mano, pero que nos hace cada vez más y más y más de derecha.
Que a un pibe un oficial de la policía le vacíe el cargador cuando está oculto debajo de una mesa no suena como lo estrictamente permitido por la moral media. ¿Y si le agregamos al brevísimo relato el dato no menor de que el menor era un chorro de esos de fuste? Ahí puede que la cosa se relativice. Que “al cana el pendejo se la iba a dar”, que “era él o el delincuente”, que “bue, que se la buscó por meterse en la mala” y el grifo de las potenciales explicaciones ya no se cierra.
Que a un hombre se lo condene distinto por matar en iguales condiciones a dos tampoco cae muy simpático a una sociedad que se pretende justa. ¿Pero y si se coloca el aditamento de que uno no era trigo limpio y se lo iba a cargar al otro? Ahí, de nuevo, el prisma se modifica.
Y si a todo eso le agregamos tez morena, vocabulario tirando a pobretón y lleno de palabrita tumbera, pobreza de esa que queda estampada en la mirada y alguna villa como referencia, se completa el círculo. A ese, mínimo, cárcel. Y por lo bajo, el deseo inconfesable de que no esté más.
“¿Matamos a la gente que mata para que los demás sepan que no está bien matar? La pregunta se la hace Norman Mailer y es una buena pregunta. Ni qué decir de la práctica de exhibir el castigo de unos como espectáculo para los demás. Así somos, la humanidad civilizada presenció los últimos casos de ahorcamiento en plaza pública hace relativamente poco; ya estaba bien entrado el siglo XX cuando se registró el último, y al fin y al cabo que tanto avance ha sido la inyección letal, esa hipocresía aséptica que exhibe al condenado tras una vidriera ante el circunspecto público, que se acomoda en un teatrino para presenciar su muerte. Y qué tanta distancia va del antiguo penitente clavado en cruz al reo de hoy, atado con correas de cuero a una camilla con los brazos extendidos, también en cruz”, leí hace poco como reflexión de un personaje creado por la autora Laura Restrepo. Y me gustó. Me gustó por bien escrito. Me gustó por bien planteado. Me gustó por disruptivo. Me gustó por provocador.
¿Somos feroces –o alardeamos de que debemos serlo- en el castigo del que cometió un delito para hacernos saber lo que no se hace? ¿O, en realidad, somos implacables con el que nos resulta más accesible, porque hay un poderoso que nos cuesta atrapar y condenar y no podemos soportar la sola idea de que no haya nadie cumpliendo la pena que nos permite afirmar que ahí encerrado está el ejemplo?
Hay dos mujeres –hay más, hay cientos- pero hay dos que sin la alharaca de los quienes pierden más tiempo en pavonearse que en transformar que fueron por la difícil, que optaron por el camino más largo, el más escabroso, el más arduo, el más tortuoso, el más áspero; el en serio aleccionador; el único posible. Ellas violentaron el sentido más común y le hicieron Ole a la rabia más a mano. Minas tenían que ser.
“Tengo un hijo que es un héroe, ex combatiente de Malvinas. Otra hija, por suerte bien casada. La única oveja negra fue él. No tenía necesidad, pero robaba para dar. ¿Querías un yogur, queso, te faltaba algo? Ahí estaba él. Yo nunca le acepté nada. Lo sacaba cagando. Y busqué ayuda. Fui a un lugar donde había tres psicólogos para 140 chicos. ¿A quién van a curar así?”, dice Sabina, su mamá. Al Frente, a Víctor Vital, a ese pibe descarriado que afanaba para otros, un Héctor Sosa de uniforme lo fusiló sin dudar.
Hubo un tiro también para un Darío no tan Mariano, más chorro que humano.
A Mariano, lo mataron Rubén Emir Champonois de uniforme y con intento de pertenecer a la Metropolitana, lo fusiló sin dudar.
“Nosotros siempre dijimos que ni Mariano ni Darío merecían ser fusilados. Si alguien cometió un delito debe ser detenido y recuperado para la sociedad, sobre todo cuando hablamos de jóvenes. ¿Nadie es recuperable? Todos somos recuperables si hay voluntad. La vida es una sola. No hay víctimas inocentes. Los dos son víctimas”, se anima Raquel, la otra mamá.
El diario Clarín había titulado “Juicio por la muerte de un inocente” y muy chiquito, como si no importara, que mataron a otro chico que era ladrón. “Los medios –sigue esta madre con esa fortaleza que la hace parecerse a otras- alientan esa idea errónea que tiene la sociedad en la que prevalece el valor bien sobre el valor vida. Esto es terrible. Y de esto son culpables los políticos que han alentado este tipo de comportamiento. Yo recuerdo las palabras célebres de un gobernador que dijo: ´hay que meterle bala a los delincuentes´. Y en nuestro país no existe la pena de muerte. O no existe escrita. Pero existe en la calle todo el tiempo”.
Violencia institucional dice el rótulo formal. De eso se viene hablando hace bastante poquito; menos de lo que la historia de palazos, balazos, torturas y fusilamientos que recorre la vida cívica de nuestro pueblo merecería. Al Frente no se lo nombra. De Mariano pocos hablan.
Porque a la bala, con suerte, se la condena. Pero el problema letal es el acostumbramiento, el aclimatarse y esperar, el aguardar a que pase. Y la ingenuidad, esa bobería que cuando no es inocencia es, a secas, canallada, de pensar que más gatillo podrá parir sensatez, serenidad y armonía.


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