domingo, 29 de septiembre de 2013

Programa SF 86 - Marcos Roitman - 28 de Septiembre de 2013


Ustedes, los delirantes kerneristas.
por Mariana Moyano
Editorial SF del 28 de setiembre de 2013. 

Fue hace más o menos 10 días. Siete, ocho de la tarde, aproximadamente. Paré un taxi y le indiqué el destino. No era una de esas jornadas en las cuales las mujeres polirrubro corremos del jardín de infantes al llamado telefónico imprescindible, de la vida familiar a los trámites y de la preocupación personal al trabajo hiper intenso. Nada de eso, era un día tirando a tranquilo y que iba a culminar con un encuentro entre amigas. 

Por todo esto, como no se había tratado de una de esas tardes agobiantes y agotadoras, mis pensamientos no tenían mayores preocupaciones ni profundidad que el clima o la decoración de los balcones que iban pasando ante mis ojos. De pronto, el chofer me interrumpe con un comentario de esos que no son para sacar tema, sino con una lanza verbal dirigida a algo que me involucraba directa y personalmente. No le entendí, primero, porque andaba -como dije- abstraída en superficialidades. “¿Cómo?”, le expresé amable e interesada. “Digo que es como ustedes, que ven golpes de Estado cada cinco minutos y en todas partes”, me respondió. 
Seguí sin comprender, pero antes de darme cuenta cuánta importancia tenía el “ustedes” en la oración, me asusté por la parte “golpe de Estado” de la frase. Y medio tonta, le pregunté: “¿Un golpe de Estado? ¿Dónde?”. “No”, me explicó con sorna. “Por lo que decía el dirigente de Racing en la radio”. Parece ser que el conductor estaba escuchando atentamente a uno de esos programas de fútbol que hay en AMs y FMS porteñas, en los cuales hablan de los clubes, los pases y los goles como si se tratara de cuestiones de geopolítica internacional y con el tono de seriedad, también, de los cancilleres en la ONU. 

Parece que los de Molina eran acusados de golpistas por los de Cogorno o algo bastante parecido a esto. La cuestión es que como no sé nada de los detalles de lo que le ocurre a esa Academia –y antes que me acusen de vaya uno saber de qué, pido disculpas públicas a dos compañeros, uno que me antecede y otra que me acompaña: Ulanovsky y Polak- pude ahí detenerme en ese “ustedes” que con tanto desprecio y cinismo me había lanzado el taxista. 

No le contesté. Sólo se me dibujó una sonrisa en el rostro que el conductor debe haber leído –me miraba atento por el retrovisor- como respuesta a su comentario. Pero no iba por ahí mi mueca. Simplemente recordé cuando otro ilustre racinguista y ex compañero de aquellas hermosas mañanas de Radio Nacional, Alfredo Zaiat, me retó y me colocó en mi lugar con un interrogante más que ubicado: “¿Y vos por qué pensás que vas a poder convencer a un taxista?”. Me había dicho eso cuando yo le había pedido -suplicado casi- que me explicara los vericuetos de determinada medida económica, según mis palabras textuales de aquella vez, “con argumentos con los que le pueda rebatir una pavada que me dice un taxista”. 

“Ustedes”, me resonó. 

“Los kerneristas”, pensé. 

Lo pensé así: kerneristas. Porque en mi cabeza sonó la voz de la denunciadora serial y, a su vez, diputada de la Nación. Y volvió el diálogo con Zaiat y se me instaló –interior y silencioso- un interrogante similar a aquel:: “¿Cómo podría yo intentar dialogar con este señor que maneja el vehículo en el que me encuentro y demostrarle que ni hay un ´nosotros los kerneristas´ homogéneo y uniforme, como suelen pensar y manifestar, ni hay delirios o placer por los fantasmas cuando algunos hablamos de desestabilización o cuando Carta Abierta ubicó en el ángulo aquel “destituyente” en el 2008 de la 125 que fue gol de media cancha. 

Pensé en sugerirle un libro: “Tiempos de oscuridad”, de Marcos Roitman Rosenmann, este catedrático chileno que explica con precisión, justeza, detalle y profundidad, pero al mismo tiempo con la escritura inteligible de un texto que se sabe necesario y por eso no pretencioso. “Un ensayo”, como lo nombra el propio autor, a lo que define como “un tránsito de la historia a la política”.
Pero se me ocurrió que o se iba a reír de mí, o iba a acusarme de soberbia al pretender tirarle un libro por la cabeza, o que se iba a burlar ya de los dos: de mí y también de Roitman. Lo que me pareció injusto por el autor, sobre todo porque a él sí que no le corresponde ni el “ustedes”, ni el “kirchnerista” y mucho de menos eso de “kerneristas” que flotaba en el ambiente del auto. 
En su libro, este profesor chileno cita a Diego Portales, a quien define como “forjador del Estado chileno” e indica que este precursor sostuvo: “De mí sé decirle que con ley o sin ley, esa señora que llaman Constitución hay que violarla cuando las circunstancias son extremas”. No conozco detalles sobre este tal Portales, pero sé a qué se refiere eso de la necesidad (republicana, le agregan algunos) de violar la Constitución. Basta con describir un escenario como “el caos” y bramar con los pedidos de “orden” para que el texto constitucional no sea ni la primera, ni la única variable. Es muy de la derecha ese lenguaje. Es muy de la derecha ese accionar. Es muy de la derecha lo de hacer golpes. Y es muy de la derecha mirar para otro lado, silbar bajito y hacerse el gil cuando el derrocamiento está en marcha. 
Es bien de la derecha, también, saber que controlan y que son una misma identidad con esos medios que pintarán la escena para que otros lo repitan y lo pidan a gritos. Para que un taxista me lance el “ustedes” como si se tratara de una secta de bárbaros, leprosos y piojosos y no de un espacio político que ganó las últimas tres presidenciales y que la razón de ser de las decisiones que toma, es nada más y nada menos, que la legitimidad de los votos, o sea, de la Constitución.

Y pensé en ese matrimonio… No en el que ganó elecciones, sino en el compuesto por golpes y tinta que vienen desde hace rato desestabilizando y que cuán necesario es que haya un “ustedes”, aunque sea ridiculizado, valiente como para denunciarlos. 
Pensé en cuando La Nación sostuvo que la detención de José Alfredo Martínez de Hoz era un acto de “autoritarismo y degradación institucional” que ponía en crisis la “seguridad jurídica”; pensé en el “salvando las distancias” que ni salvaba ni ponía distancia entre las previas del nazismo de 1933 y el gobierno de Cristina Fernández; pensé en esto nuevito de Ceferino Reato –también en La Nación- de decir que 30 000 era un número falso, una “mentira necesaria”; pensé en aquella vez, hace un par de años, cuando se intentó reorientar el sistema financiero y en cómo para el diario de los Mitre eso había sido un “afán intervencionista” y un “ataque a la seguridad jurídica”. 
Y me fui más atrás en el tiempo y pensé en cómo cuando publicaron el artículo 11 de la primera Junta de Comandantes donde se indicaba que iba a poder aplicarse la pena de muerte en todo el territorio nacional, ninguno de los periódicos tan preocupados hoy, habían visto allí una falta grave, ni siquiera un rasguño a la seguridad jurídica; pensé en cómo el 23 de julio de 1973, ese mismo diario centenario afirmaba que “el gobierno de Salta está lleno de comunistas”; pensé en cómo el 25 de marzo de 1976 dijeron en tapa que “Las Fuerzas Armadas asumen en poder” y que “En La Plata la acción terrorista fue dominada”; pensé en cómo sus luego socios de Clarín hablaban de “Nuevo Gobierno” para referirse al golpe de 1976 y en cómo, con qué cinismo y con qué similitud con algunos de estos tiempos, decían que “la filosofía del nuevo sistema es sumar y no restar”. 
Y pensé en esto de que “las balas de plomo (no) derrocaron a al general Juan Domingo Perón, ni existen balas de tinta (que puedan) destituir gobiernos”. Porque, asegura La Nación, “Perón no cayó por obra de las armas que alzó la Revolución Libertadora en 1955”, sino porque “su régimen se había agotado”. 
Pensé en cómo ni a mi hija de 3 puedo hacerle cuentitos tan poco creíbles. Y pensé en cómo y cuántos habían comprado el –ése sí enorme y mentiroso- relato. Pensé en cómo el 22 de septiembre de 1955 Clarín también había apelado de la idea de normalidad con un título de tapa de “Es total la tranquilidad en el país. El General Lonardi jurará mañana como presidente de la República”. Y pensé que al día siguiente habían ido más lejos y habían escrito “Cita de honor con la libertad. También para la República la noche ha quedado atrás”. Y pensé en el placer que debe haber sentido La Nación al escribir a cinco columnas “En medio del indescriptible entusiasmo de la muchedumbre juró ayer el General Lonardi”. 

Y pensé en cuán necesario es seguir dando esta batalla por el sentido. Porque como escribe Roitman: “En pleno siglo XXI, la amenaza comunista se disipa de la mente de los ideólogos de la guerra. Las fuerzas armadas combaten, a partir del ataque a las Torres Gemelas de Nueva York, otro enemigo: el terrorista universal. Sin embargo, en América Latina, los golpes de Estado siguen arguyendo el comunismo como excusa para derrocar gobiernos constitucionales, aunque los militares se mantienen en segunda línea de fuego. Así, ve la luz otro tipo de golpes de Estado, menos sangriento, pero capaz de torcer la dirección de los acontecimientos históricos y políticos, encabezado por el poder legislativo o el poder judicial. Son golpes de guante blanco Igualmente, empresas trasnacionales, bancos de inversión, Goldman Sachs o agencias de calificación, ”los mercados” ajustan sus estrategias para dar golpes de Estado que cambian el rumbo de las decisiones, siendo los artífices de una nueva arquitectura de la política conspirativa. La nueva red de actores golpistas crea un conglomerado que compromete a los medios de comunicación con empresas trasnacionales, partidos políticos, ideólogos, fundaciones y con políticos neoliberales, conservadores y socialdemócratas. Honduras en 2009, Paraguay en 2012; las intentonas frustradas en Venezuela, Bolivia o Ecuador muestran que la derecha latinoamericana no acepta la derrota electoral cuando sus intereses son amenazados”. 

Y pensé en cuán bien le hubiera venido leer todo esto a ese taxista. 

Y sólo lo pensé. Porque de haber formado parte de ese “ustedes” que tanto desprecio le provocaba a él, yo hubiera dado un portazo, le hubiese hecho estallar un vidrio, lo hubiera insultado y, efectivamente, me hubiese transformado en lo que él entiende es una “kernerista”. 

Pero no, como sólo lo pensé, pagué, dije “buenas tardes” al irme y me bajé. Porque de él habla lo que él piensa. Yo, a todo aquello, sólo lo pensé, porque no soy parte de un “ustedes” delirante que ve fantasmas y conspiraciones en cada esquina. Soy una militante de toda la vida que defiende convicciones, políticas y medidas y, si todo eso va junto, un proyecto. Y que sabe que el mecanismo de hoy es tan, pero tan sutil a veces y tan tramposo siempre, que ese taxista cree que no es él sino yo quien vive en un mundo de construcciones fantasiosas. Esas, que según él, forman parte de ese inmundo, fanático, exasperado, afiebrado, repugnante, pestilente y nauseabundo “ustedes”.

domingo, 22 de septiembre de 2013

Programa SF 85 - Julian Axat y Cecilia Flaschland - 21 de Septiembre de 2013


Hay una explicación redondita.
por Mariana Moyano
Editorial SF del 21 de setiembre de 2013 

Hay una explicación, una continuidad, una ligazón, una proximidad. Y es redonda, redondita. Y de ricota, para más datos. Pero no se vio. No se palpó. Nos atolondramos: La respuesta al guiño, a la señal, del líder no político más importante de la Argentina dejó gusto a poco. A un pedazo del kirchnerismo le faltó pogo, el necesario para demostrar que es merecedor del elogio. 
De parte de quienes recibieron el gesto cómplice como una afrenta, hubo silencio. Se ofendieron, les molestó, les pareció excesivo. Y algunos hasta hirvieron de furiosa envidia. Es lógico, era esperable. Pero lo curioso fue lo ocurrido entre los destinatarios: no se mostró de modo acabado la comprensión completa de semejante confraternidad. 
¿Por qué no hubo ojo atento para notar que esa vida política no partidizada, la que en los noventa contuvo, abrazó y protegió a los empujados a los bordes, no sólo no está divorciada de los también jóvenes a quienes la militancia les cambió la vida, sino que es parte del nudo del núcleo frágil que se intenta cuidar frente al avance de las medidas de seguridad de la derecha voraz? 
Hay un hilo que los conduce y un bondi que los lleva. A unos a Finisterre y a los otros a los destinos que manda la coyuntura. Se trata, nada menos, que del espacio en el cual se construye la identidad. Seguidores de un proyecto, unos; desangelados de entonces, otros. Y marginales antes o con un manguito más hoy, si no se hace visible el puente no hay recorrido posible de la historia. Este presente recala en aquel pasado. No lo calca, por supuesto, pero aparece en el espejo retrovisor, se le preste o no atención. 
No se puede entender –y menos explicar- a la JP si no se pone un ojo en la Resistencia Peronista; no se puede entender –y menos explicar- la audacia de proponer la transversalidad sin una correcta lectura de la militancia de los años ochenta; y no se puede entender –y muchísimo menos explicar- qué es un joven hoy si la reflexión no se detiene un ratito a observar qué hacían, cómo resistían y dónde forjaban alguna identidad –la poquita que les permitían- los pibes de los 90, esas mayorías perjudicados y obligadas a invisibilizarse. 
Cuando el slogan fácil de la baja de la edad de la imputabilidad se instaló (como cada septiembre electoral), el kirchnerismo –a contrapelo, incluso de alguna cara visible propia- desplegó sus anticuerpos, y sin pedir permiso se parapetó como el murallón que -con algunas desprolijidades y torpezas, pero con AUH, con netbook y con mucha escuela pública- iba a detener al discurso conservador que encuentra en el palo a los pibes la medicina contra todos los males. No se pidió autorización, no se esperó que la línea se bajara. Los referentes más importantes en este tema salieron a cruzar a la declaración demagógica facilonga, y sin sacar los pies del plato, establecieron un clarísimo “hasta acá”. Les quedó claro a propios y a ajenos. Y la cosa, más o menos se encaminó. 
En parte, debido a que en este proyecto nacional hay una columna vertebral que marca que los pibes no son el objeto de enfrentamiento, es que en Mendoza hubo misa y peregrinación ricotera con la policía en papel de reparto. Porque, digámoslo claramente: en el desierto de los noventas, dentro de los conciertos de Los Redondos no estaba el gran inconveniente. La cosa fulera pasaba de la puerta para afuera, donde la saña uniformada se encarnizaba con los pibitos, esos que eran la puesta en evidencia de para cuán poquitos era el modelo imperante. La orden era clara: que no se viera cuántos eran los que sobraban. Y como no había modo de evitar su presencia, pues que los medios cumplieran su rol, el de mixturar en una misma argumentación banda de rock y descontrol. 
Lo siguen intentando. No es algo del pasado. Y por eso es riesgoso que el proyecto destinatario del mimo no haya estado a la altura y no le haya abierto más los brazos a la caricia. 
Miren la trampita, vean la maniobra. Busquen la celada. Está ahí. Es la misma.
Argentina tuvo un ministro, un jefe de gabinete, luego y un senador ahora que es ricotero. Se autodefine como tal y está a la altura del alarde. Lo sabe la mayoría. Infobae y su derechismo burdo también. “Aníbal Fernández, crítico de rock”, tituló el 16 de septiembre. Y ahí pegadito le adjudicaron el siguiente textual: “Los Redondos rompieron todo”. ¿Alguien puede pensar que para Daniel Hadad es una coincidencia azarosa que en una misma oración se reúnan el nombre del grupo con el verbo romper? ¿Si la nota no es leída y este título va directo al lóbulo izquierdo del oyente medio que aún hoy mantiene Radio 10, ese “romper todo” se le representará metafórico?
Somos pocos y nos estamos conociendo cada vez más. 
Porque cuando las propaladoras del miedo piden bala para los más chicos, no distinguen entre el que robó, el que disparó, el que parece chorro o el ricotero. Para ellos es lo mismo, siempre lo fue. 
El 5 de agosto de 2001, La Nación titulaba “Recitales signados por la violencia” y de un saque, sin grises, ni complejidades afirmaba: “No es la primera vez que la violencia y la muerte envuelven los recitales de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota”. Así, como al pasar, rock, Redondos y crimen eran las partes de un mismo todo brutal, barbárico y salvaje. 
El asesinato de Walter Bulacio, el balazo a un chico que iba en tren a Mar del Plata a ver a la banda, las heridas de otro pibe arrojado del tren, la muerte de otros dos que cayeron al vacío desde la popular de River y los accidentes en los conciertos de Kiss y de los Rollling Stones, fueron todos hechos que debían estar colocados en el exacto sitio del sentido común desde el cual permitiesen establecer una acción lineal en la cual la causa son los jóvenes y la consecuencia, el delito. 
En la narración de la bala, el gatillo y el abuso no hay un zoom a la policía. Es una escena brumosa donde lo que prima es el alto volumen de la música, la transpiración de las camisetas y las bocas semi-abiertas de pibas que mascan chicle. Las víctimas, victimarios. Los vencedores, vencidos. 
Clarín -que en los noventa se jactaba de haber creado el suplemento Sí, pero también de ser leal con los fans al celebrar las bengalas y el paisaje futbolero que iba mutando a la cultura rock, aunque la vida post Cromagnon les hiciera luego decir lo contrario- no se quedaba atrás y el 19 de diciembre de 1998, armó un encabezamiento periodístico que combinaba en dosis exactas crítica musical con crónica policial: “La vuelta de los Redonditos. Impresionante operativo de seguridad. Una multitud vibró con los Redondos en Racing. El estadio estaba lleno; El grupo del Indio Solari presentó su nuevo disco; Hubo algunos incidentes y, también, detenidos; Unos 700 policías y 600 custodios trabajaron en la seguridad”. 
Cuando en mayo de ese mismo año, la peregrinación fue a Córdoba, copiaron el procedimiento: hablaron de una “batalla campal en el recital” y de un “enfrentamiento” entre quienes portaban armas y quienes llevaban como escudo, sus remeras. 
Así siguieron. Ese fue el relato. Así fue como convirtieron a esos jóvenes en los mismos vándalos que hoy quieren encerrar. Y La Nación –para variar, cuando se trata de dar la puntada final en la costura de operaciones y burdas afirmaciones- coronó el escenario. “Los Redondos y la violencia”, fue el título de la nota editorial del 20 de junio de 1999. 
Y allí, en el mismo lugar en que celebraron la llegada uniformada en 1976; en el mismo sector desde el cual clamaron para que se evitaran los cortes de calle, justo horas antes de que Kostecki y Santillán fueran fusilados; en el mismo sitio donde llamaron “venganza y persecución” a la condena a Jaime Smart; en el mismo espacio en el cual justificaron el bombardeo de 1955, allí sostuvieron que “el panorama dista de ser complejo: hasta el hartazgo se sabe que determinado tipo de reuniones populares origina disturbios, y se impone reforzar la vigilancia policial cuando se realizan o bien prohibirlas, lisa y llanamente. (…) Las previsibles reacciones de la autoridad resultan insuficientes para explicar el extraño fenómeno de la difusión del rock, invariablemente acompañada de manifestaciones antisociales que llegan a ser delictivas y cruentas. Es triste tener que reconocer que junto al apasionamiento de los jóvenes se advierte una veta perversa en la que confluyen la droga, las adscripciones a tribus beligerantes, la violencia gratuita y el afán depredatorio. (…) La juventud no parece conocer otra forma de conectarse con la realidad social que la que nace del impulso agresivo y el nihilismo destructor”. 
Ahí están. Esos son los pibes que compusieron: drogadictos, extraños, ajenos a la normalidad, violentos, ladrones, idos del mundo, dañinos y exterminadores de lo poco que nos queda de bueno. 
Sea porque siguen a una banda, o porque hacen eso que ellos no entienden; sea porque deliran con el Indio y hacen eso que llaman pogo y que no es otra cosa que dejarse caer porque se confía en el de al lado; sea porque fuman paco o porque, realmente, salen a robar; sea porque militan o porque toman una escuela, el problema no es tanto lo que hacen sino quiénes son. 
No son los mismos individuos, probablemente, los que estaban en Mendoza hace una semana que los residuales del sistema de 1999. Puede que incluso no sean las mismas personas las que bailan desatadas y quienes visten la pechera del escándalo. Y hasta es más que posible que ninguno de los que salen a afanar esté en alguno de los colegios tomados contra la reforma curricular de Macri. Pero el sujeto sí es el mismo. La confección es igual. Es el estereotipo que carga las mismas cruces. 
Por aquellos años, la red era más fina. Era apenas el rock, un concierto esporádico y algún que otro artista que sabía que su referencia iba un tanto más allá. 
Ahora, el tejido es un poco más sólido. Hay un proceso en marcha y hay una disputa firme para que no sean los chicos ni el último orejón, ni la primera línea de fuego. Y el Indio lo supo. Y el Indio lo sabe.
Y por eso cuando reemplazó el histórico “un, dos tres”, por el irritativo “6, 7, 8” no le estaba –solamente- haciendo un guiño a un programa de televisión. Estaba brindándole una caricia a todo un proyecto político. El gran rebelde le estaba regalando un enorme piropo a un gobierno en uno de los momentos de mayor debilidad. 
El pequeñísimo gesto se vuelve gigante obra maestra. Es un espaldarazo. Y es gratis. Y es por nada. Y es una herida en medio de las entrañas del monstruo con la fauces abiertas. A él le regaló un tema, a él le obsequió un horario y a él le proporcionó la estocada. 
Es que hay una explicación redonda. Redondita. Y de ricota, si así lo aceptan. Porque la ecuación es bien sencilla: las corporaciones tienen la plata; los pueblos sólo la política y durante un rato largo, los pibes, sólo tuvieron al rock. Lo cultivaron, lo volvieron encuentro y ritual; lo hicieron misa pagana y lo tornaron espacio. El los contuvo, los protegió y los aisló del aislamiento. Y ellos, incluso, un día, un 25 de mayo de 2004, le ofrendaron a la política toda su ceremonia de pogo, baile y bandera. 
Hay que entenderlo. Es obligatorio intentar comprenderlo. Es una falta de respeto no observarlo. 
“Parece que al final no me voy a salir con la mía, mi amor”, dice el Indio de vez en cuando. Ojalá que no sea así. Hagamos que no sea así. Hay que poguear, arremolinar y para poder acceder al premio, no abandonar. Y mientras tanto, hacer que el calor ascienda, para que cuando el fuego crezca, poder estar ahí.

martes, 17 de septiembre de 2013

Programa SF 84 - Cristian Alarcon y Karina Valobra - 14 de Septiembre de 2013


Menores: esos niños privados de niñez.
por Mariana Moyano
Editorial SF del 14 de septiembre de 2013

Lo debo haber contado una decena de veces. Es cierto. Sepan disculpar la reincidencia (y valga más que otras veces como sinónimo de reiteración), pero es que fue algo de enorme impacto. Una frase que encerraba una profunda reflexión y que salía de boca de un protagonista de la escena; de una de las víctimas del relato; de uno de quienes cargan con el estigma. 

Perdonen que en la oreja les vuelva a sonar lo mismo. Excúsenme y acepten escuchar una vez más aquello que viví en el intensísimo 2009, ese año que tiró del piolín del debate sobre los medios de comunicación pero que reveló también cuánto de estereotipado tienen nuestros miedos y nuestros cotidianos comportamientos. 
Fue, como les decía en el invierno de 2009. En uno de esos espacios que hoy damos rápidamente en llamar “universidades del conurbano”, pero que son, las más de las veces, la única posibilidad de cercanía entre lo imposible y un joven con pocas oportunidades. 

El ámbito era una de esas charlas que, en aquel año llamábamos, un poco en broma, “evangelizadoras. Esas en las cuales intentábamos explicar por qué algo que a un grupo minúsculo nos quitaba el sueño, era un eje central de la vida democrática de una República. El debate era aún incipiente; 678 andaba por esos tiempos ocupado en otras cosas y –disculpen si suena a jactancia, no es la intención- mi vocecita sonaba todavía en soledad desde el Noticiero central de la TV Pública y desde la primera mañana de Radio Nacional. 

Por ese rol, ese lugar, ese sitio público en que la vida me había puesto y gracias a que en la carrera de Comunicación de la UBA la batalla por una ley de radiodifusión de la democracia era parte de la razón de ser, me invitaban y yo iba y hablaba y hablaba y hablaba… 

Bueno, la cuestión es que ese día, mi misión era en Lanús, con vecinos de Monte Chingolo con –estaba a la vista- necesidades mucho más inmediatas y urgentes que dar vuelta el estado de brutal concentración de los medios en la Argentina. Las frecuencias, la distribución del espectro y la plataforma digital formaban parte –para ellos- de preocupaciones de segunda generación porque las de primera, a duras penas estaban satisfechas entre mi auditorio de ese día. Pensaba yo. Pensaba eso, yo, merced a un marxismo berreta que me tomó la cabeza por ese rato y que observada la problemática sólo desde las “condiciones objetivas”. 

Y yo iba y hablaba y hablaba y hablaba y en eso estaba cuando me interrumpí. Decidí cortar de modo abrupto. Los miré y los interrogué con honesta y franca curiosidad, asumiendo el riesgo de que ellos me mandaran a la mismísima mierda y con toda razón y se fueran pegando un portazo mientras dejaban en el aire el comentario “porteñita burra, ¿qué te pensás? ¿Qué porque somos pobres no tenemos inquietudes que vayan más allá del morfi del día?”. 

“¿Por qué vinieron ustedes hoy acá a interesarse por la ley de radiodifusión?”, les pregunté. Se hizo ese silencio que deja en evidencia la sorpresa. Y no cortaba. 5, 6, 7 segundos y nada. Mutismo. Estaba a punto de reiterar la pregunta cuando un pibe, desde el fondo del aula, levantó la cabeza. Era la primera vez que podía verle la cara porque se la había pasado con la mirada al suelo y, así, con el mentón hacia abajo, la gorrita le cubría el rostro hasta debajo de la nariz. “Yo…”, dijo e hizo una pausa, “vine acá…” y volvió a quedarse. Me corrió frío y se apoderó de mí el temor de que no terminara la frase. Deseaba con todas mis fuerzas que no se detuviera. Sospechaba que en eso que iba a decir había algo, un nudo, el nudo. Lo supuse porque su modo era, pese a la evidente timidez que le provocaba hablar en público, desafiante. “Yo… vine acá… “ y el resto lo dijo de un tirón: “porque estoy re podrido de tener la culpa”. 

En la oración no estaba ni la palabra estereotipo, ni discriminación, ni concepto generalizador, ni arquetipo, ni cliché, ni lugar común. Ninguno de los términos que los interesados en las construcciones semióticas hubiésemos usado para entrarle al tema. Pero todos esos conceptos estaban atrapados allí, porque estaba el cuerpo, el primer plano, la persona, el joven, con sus 16 años –quizás, si llegaba- y con su dechado de similitudes físicas con los que, se supone, son los pibes chorros. 

Adelante, en los primeros asientos, estaba sentada una mujer, con sus tres o cuatro hijitos a quienes intentaba mantener tranquilos desde el inicio del encuentro. Y fue inevitable mirarla y viajar a aquel 5 de abril, de ese mismo 2009, en que el diario más importante y poderoso de la Argentina había publicado que “desde 2003 se cuadruplicó el padrón de madres con siete hijos”. Información que había titulado con el canallesco e inhumano: “La fábrica de hijos: conciben en serie y obtienen una mejor pensión del Estado”. Era una infamia, una bajeza completa que tres años después tuvo condena judicial, pero que ellos, por ser los más importantes y poderosos, se vienen pasando hasta el día de hoy por donde se pasan ese tipo de decisiones institucionales los que tienen el poder de la impunidad que les da, justamente, el poder. 

Ahí estaban: el pibe chorro y la fábrica de hijos. Y aunque lo dijo tiempo después, también estaba hablando el diario centenario, que en otro abril, en el de 2011, tituló en tapa: “Alarma en Recoleta por robos a alumnos de dos colegios. Menores amenazan a los chicos con cuchillos”. Porque todos sabemos, hay chicos… y hay menores. 

Menores que necesitan encierro. Palo y disciplina. Menores que por serlo y por vestir como se visten los pibes, son pibes, pero pibes chorros. Y si no, pregúntenle a Sergio Lapegüe y a la cronista Dominique Metzger, quienes en febrero de 2010 no tuvieron ningún empacho en sostener el siguiente diálogo: 
“Hay un robo… estos chicos que están acá…” balbucea la movilera pero con la certeza de que el primer plano completará el prejuicio. 
“Si, estos chicos que habían entrado, hacen como que están sacando agua”, relata la cronista de calle. 
“Ojo…” le pide el conductor. 
“Aprovechando que no hay policía, que no hay luz… Justo cuando nos acercamos con la cámara, empiezan a sacar el agua”, agrega ella. 
Y la cámara los muestra: bermudas deportivos de color chillón, remera de tres tiras, la trucha muy probablemente, y gorrita, con la visera hacia la espalda. Combo completo. Bingo. 
“Se van”, le advierte Lapegüe, “los agarraste justo”. 
“¿Está todo bien?”, le consulta la movilera a una señora que se anima al reflector del móvil de exteriores”. “¿Esos chicos…?” 
“Son mis hijos…” dice la mujer no se sabe si más incrédula por la pregunta o por la inundación que le está arruinando su peluquería. 
“Es un poco lógico”, acomoda Lapegüe, “estamos en vivo”. 

Ellos están en vivo y varios están en vivos y se agarran del pánico creado por la combinación exacta de una dosis real de delitos y de otras tres cuartas partes de psicosis que, esa sí, no baja. 
Hay menores, que quizás, más que necesitar encierro, sencillamente necesitan. 

Hay menores, y hay oportunismo, falta de convicción, un subirse a la ola de la consigna fácil, del discurso corto que siempre viene por el carril derecho de la discusión. 

Hay menores. Y hay delitos. Pero los datos de la Procuración General de la Suprema Corte provincial impiden la falacia: solamente un 4% de los delitos cometidos en la provincia de Buenos Aires tienen como causantes a chicos de menos de 16 y de ese porcentaje, menos del 1% tuvo que ver con crímenes que terminaron en homicidio. 

Hay menores. Y es sencillito de comprender: los menores son los niños privados de niñez. Los arrojados a los márgenes. Mientras unos formarán parte del sector “sano” de la sociedad y serán los dóciles, los puros, los tiernos, los portadores de futuro, los dignos de cuidado y protección. Los otros, serán presentados como irregulares, indisciplinados, inadaptados, esencialmente peligrosos y por tanto pasibles de castigo y corrección. “Si, todo muy lindo. Pero a vos porque no te pasó”, siento que me susurra entre irónico e ignorante el costado facho del sector “la gente”. Si me ocurrió. Pero no es “que te pase” lo que convierte a uno en voz de autoridad. Como tampoco fue el brutal y repudiable secuestro y asesinato de su hijo lo que hizo a Blumberg convertirse en lo que es. 

El falso ingeniero andaba por ahí usando y dejándose usar como cita de autoridad por la sola razón de que le había pasado a él. Y de tanto hablar, un día se le trabó la lengua y lo dijo. Lo dijo así: “En ese caso, el chico se drogaba, hizo una mala actuación, agredió a un policía. Después, bueno, la policía actuó mal, hizo cosas que no debía”. Así se refirió calificó un padre dolido al joven Sebastián Bordón, asesinado salvajemente por la policía. 
Era el 2004. No era el 2009, ni era esta campaña. Y algo de aquello vuelve. Retorna el olor pestilente de la resolución fácil y la mano dura. Pasó casi una década y casi 10 años después estamos con un código penal lleno de tajos, un listado de candidatos más movidos por el humor de coyuntura que por sólidas propuestas y una catarata de prejuicios y afirmaciones que sólo poseen debilidad argumental. 

Pero también estamos con enseñanzas y moralejas a cuestas. 
Y ahora, al ladito, ahí, pegado, espalda con espalda del pibe que puede esté por salir a afanar, se levantó la Casa de la Cultura y un secretario de Estado ha determinado que es mejor política abandonar el palacete de la Avenida Alvear e instalarse en la Villa 21, que salir a pedir que le metan palo, golpe, cárcel o bala a todo menor morocho y de gorrita. 

Hay menores, pero estos ejemplos son posibles porque hubo mayores. Porque hubo un presidente que se bancó estoico plazas llenas de velitas y de silencio, que pedían que el castigo hiciera bramar todos los escarmientos y todos los estamentos. Y se quedó. Y esperó. Y aunque actuó, no se movió. Y si los medios millones de convocados en cada marcha no le hicieron temblar el pulso a aquel que era jefe formal del Estado, pero que aún no mandaba, pues podemos solicitar que un par de preguntas molestas de periodistas que están haciendo otra cosa que no es periodismo y que una campaña que se ha puesto monotemática con eso que gustan llamar “inseguridad” –palabra inmensa para abarcar sólo poco- no muevan con tanta velocidad el amperímetro de las convicciones.

Programa SF 83 - María Laura Garrigós de Rébori - 29 de Junio de 2013


Lastima porque ratifica
Por Mariana Moyano
Editorial SF del 29 de Junio de 2013

Lastima porque ratifica. Confirma. Nos dice que algo es o no. Es de las pocas instancias en las cuales una sociedad morigera sus ánimos salvajes y se “ajusta” a ese derecho vuelto más reglas de juego acordadas que normativas impuestas. Es la palabra performativa. “Absuelto”, “culpable”, “los declaro marido y mujer”. Es el poder de algunos –muy pocos- de hacer con palabras, de instaurar sentido, de legitimar condiciones objetivas. Curas, algún capitán de urgencia en altamar y, por supuesto, jueces.
Esa capacidad otorgada nos indica límites, un “hasta acá llegaron por esta vía” y nos pone a prueba: cómo volver de lo injusto legitimado judicialmente sin violar esas normas que son, nada más y nada menos, que punto de partida.
En algunos otros rincones del planeta pueden presentarse como sorprendidos, mirar desentendidos y hacerse los que no saben de qué se trata esta complejidad no jurídica sino política. Aquí, no.
Por estas tierras hubo –y gracias a su infinita capacidad de resistencia y a una porción fundamental de un pueblo que las abrazó aún hay- mujeres que comprendieron con precisión única de qué iba esto de torcer todo sin, con eso, romper lo poquito valioso que podía tener la aceptación de la legalidad. Las Madres y las Abuelas no supieron qué hacer. Hicieron algo mucho más extraordinario: construyeron, crearon un cómo se hace. Fueron un antes y un después y, por suerte, nos pusieron en un problema, en uno de esos apuros, de esos dilemas, que uno agradece si es más o menos buena gente, porque se trata de esas dificultades cuya superación sólo nos lleva a un sitio mejor.
Ellas treparon y nos subieron a todos a un escalón más arriba, a ese en el cual lo que no se hace, lisa y llanamente, no se hace. Y cuando lo que te enfrenta es legal pero injusto -nos enseñaron- se hace eso que lisa y llanamente sí se hace: política.
Y si miramos desde ahí, entendemos clarito lo que algunitos bien afincados en sus sillones intentan que confundamos.
Solicitar la cadena nacional para contarle a una ciudadanía aún apachuchada detalles de su Tribunal Supremo no fue apretar a la Corte; fue poner en autos a quienes no acceden a ese tipo de información acerca de cómo son esos espacios de ambo y corbata y de trajecito sastre que muchas veces tienen modos más brutales que los que les suelen asignar a los despectivamente llamados “barones del conurbano”.
Abrir la ESMA y pedir perdón en nombre del Estado no fue inaugurar una etapa de revanchismo y venganza contra las Fuerzas Armadas; fue indicar la improcedencia de hacerse el gil ante una muerte que cuando es impune ronda como fantasma y “oprime como pesadilla el cerebro de los vivos”.
Inventar un andamiaje resolutivo para que la soja no se lo quede todo no fue un embate contra el campo; fue convocarnos a sede pública para hacernos cargo de una situación que venía presentada como de unos poquitos pero que cualquier modificación, o el statu quo, daba de lleno en el corazón de los que menos vínculo monetario directo tienen con el yuyo, pero que más lo padecen.
Incluir en legalidades formales a gays, lesbianas, travestis, inmigrantes indocumentados o parejas con necesidades de ayuda para concebir no fue un regalito para minorías ni un tirar sobre las espaldas de un supuesto “todos” superior los inconvenientes de poquitos; fue hacernos comparecer ante esos otros que somos nosotros y que si no miramos de frente nos arrancamos un pedazo de nuestro propio ser.
Meter en el Congreso a fuerza de convicción y de prepotencia de democracia un proyecto para cambiar la estructura de los medios de la Argentina no fue ir contra la libertad de prensa y menos contra la independencia; fue colocarnos en antecedentes de que eso que ocurrió y ocurre con el esqueleto mediático de un país es lo mismo que le sucede al armazón institucional y económico de una patria.
De involucrar, de comprometer, de taladrarte el cerebro, de abrirte los ojos va esta etapa. De hacernos ver que lo de uno es un problema del de al lado y que lo uno ve que pasa, directamente te pasa.
De que nos conmovamos porque ya no nos es natural. De que reaccionemos porque ya pusimos límites. De que rechacemos aunque sea lo dado. De que  nos rebelemos cuando nos dimos cuenta que no hay retorno. Un fallo, un insulto, una declaración, una bala de goma o la tapa de una cloaca periodística.
Lo que no se hace, es sencillito, no se hace. Y lo que sí… pues, política.
Hubo demasiado tiempo de sillón y control remoto; demasiado rato de espectador ante el hacer ajeno como para no darnos finalmente cuenta que ese accionar de otros no era más que la decisión terminante de qué nos iba a pasar a nosotros.
Algunos fánaticos dicen, sin pensar mucho, que antes de la era K no había más que páramo. En las usinas de fabricación de ideología desestabilizadora machacan  con que estos gobiernos van contra todos. En la vereda bien de enfrente de los necios y los golpistas; en ese mismo sitio donde se debate con los ciegos hay una respuesta un tantito más acabada, más compleja, menos facilista y menos superficial y que posee la clave de por qué algunos proyectos, normas, instancias, leyes y debates ya tienen espalda para ser piso y para poder ir por más: la gran ganancia de la década ha sido consolidar en el modo kirchnerista un ADN de saber oír, de olfatear por dónde va la necesidad y de empujarte para ponerte a militarlo. Una especie de mandato político que te compromete y te desafía: “lo querés, conseguilo”.Y que cuando le armaste fuerza y el hilito de interés se propagó como pólvora, ahí nomás te ponen a mano un andamiaje institucional con espalda política para darle el tiro de gracia a lo regresivo y a lo reaccionario.
Y entonces es ahí donde pasa eso que lo que se hace, lisa y llanamente se hace: política.
Y hay obstáculos, zancadillas, zanjas, publicaciones, cautelares y fallos. Pero hay, sobre todo, miradas anonadadas, gestos de incredulidad y esa bronca que más que parálisis provoca ganas de meterse a dar pelea.
Y entonces es ahí donde nos pasa esa certeza de que eso que se hace, lisa y llanamente se hace: política.
Porque cuanto más te dicen que no, más sube desde el pie ese ardor, ese entusiasmo de que el cambio no está tan lejos, de que esto no sólo no terminó, sino que esto… esto recién empieza.

martes, 3 de septiembre de 2013

programa SF 82 - Madres de Plaza de Mayo - 31 de Agosto de 2013


Estamos todas locas.
por Mariana Moyano

Editorial SF del 31 de agosto de 2013.

Él suele fruncir mucho, muchísimo, el ceño para decirlo. Hace un gesto con la boca que le tensa aún más los músculos del rostro y le agudiza el rictus. Está enojado. Queda claro sin que lo diga. Es buen actor. Cuando (hace como que) le habla en un vocativo televisado bastante berreta mira fijo a la cámara. Debe suponer –de lo contrario se daría cuenta del supremo papelón que está cometiendo- que ella no sólo lo está mirando, sino que está tomando nota del reto. Cuando (hace como que) la diagnostica, directamente se hunde.
Las arenas movedizas del último ridículo fue eso del síndrome de Hubris y no termino de entender bien por qué, en esta oportunidad, sí salieron en masa a responderle. Diego Peretti, el actor de la –y no por casualidad- brillante En Terapia que se transmite en la –y no por casualidad- TV Pública lo dejó en off side con mucha clase en la mesa de la suprema representante del mundo de las apariencias.
Especialistas en salud mental y bioética se tomaron apenas segundos para destrozarle primero el (entre miles de millones de comillas) “diágnóstico” y luego destruirlo a él, por irresponsable.
El director de Bioética del Hospital de Clínicas, Juan Carlos Tealdi, fue terminante: “Este hombre ha saltado unas cuantas barreras y como médico pretende ponerse en el rol de psiquiatra. Le hace mal a la medicina y a la imagen médica su falta de ética”.
Mario José Molina, presidente de la Federación de Psicólogos de la Argentina y de la Asociación de Psicólogos de Buenos Aires también fue firme: expresó su “más enérgico repudio” por “estigmatizar y rotular”. El ex diputado Leonardo Gorbacz, quien además de psicólogo es autor de la Ley de Salud Mental, dijo claramente: “No se hace un diagnóstico por observación televisiva y el que hizo Castro está construido sobre la base de prejuicios. Y, además, ese síndrome no existe en los manuales que se aplican en el país”.
La psicóloga y psicoanalista Beatriz Janin le estampó: “Se etiqueta a alguien para descalificar todo lo que esa persona hace”.
Pero no fueron sólo hombres y mujeres del campo de la salud los que dieron un cross en la mandíbula al fabulador con título de médico. La politóloga Micaela Libson se preguntó por qué el que hacía el análisis no era, por ejemplo, Ernesto Tenembaum y se respondió: “seguramente porque nadie sabe que él es psicólogo?”. “Es decir –aportó- no se acude a Castro por su ´saber´ como médico, sino porque la audiencia lo reconoce como”.
María Esperanza Casullo, otra politóloga, sumó la necesaria –y a esta altura, urgente- mirada de género a la cuestión: “En los Estados Unidos, por ejemplo, se habló mucho de la bipolaridad de Hillary Clinton. Nadie jamás menciona que Bush era un alcohólico recuperado”, indicó.
Horacio González le dedicó unos cuantos refinados pero categóricos párrafos a la barbaridad. “La manera en que el doctor Castro se dirige a la Presidenta es una pieza mayor de la hipocresía, que también es una leve patología. (…) Metáforas habituales, como enfermedad, tan bien tratadas en su relación con el poder por Susan Sontag, son arruinadas por un pensamiento más bien elemental, apenas recubierto por la palabra doctor. (…) Ahora ha refinado el diagnóstico, haciéndolo aún más literario (pero) sin salir de la curandería”, le lanzó el Director de la Biblioteca Nacional.
Para el diario Perfil, las palabras del gran Horacio, que nunca traspasaron la barrera de la falta de respeto, fueron interpretadas bajo el título de “González cruzó a Castro por el síndrome (sin comillas, obvio) de CFK”. Pero ni siquiera esta manipulación pudo evitar la vergüenza, porque el mismísimo defensor de los lectores del diario de Fontevecchia tuvo que salir a atajar penales.
Dijo Julio Petrarca sobre el texto en cuestión: “La nota titulada Alerta médica por la salud de la Presidenta me dejó el amargo gusto de los malos tragos.(…) ¿Cuáles son las fuentes que fundamentaron los asertos del periodista? No hay ninguna reconocible, no hay un origen cierto y probado de la información, y esto hace menos creíble la versión. Se dice que los médicos afectados a la atención de la señora Kirchner ´estuvieron en alerta todos estos días´, como si fuese una excepción. Los médicos presidenciales están en alerta todo el tiempo, porque para eso cumplen esas funciones. Esta obviedad es seguida por una afirmación que campearía en el resto del artículo: la labilidad emocional de la Presidenta. No voy a poner en duda los conocimientos médicos de Castro, pero sin fuentes que lo hayan confirmado (y no se menciona ninguna -ninguna- en todo el texto) sólo queda material especulativo. (…) Será muy positivo que PERFIL no vuelva a confundir una nota informativa con una columna de opinión, porque el lector merece que una y otra estén perfectamente identificadas, y que sus contenidos respondan a las reglas del buen ejercicio periodístico”.
Touché. Tajante, rotundo, concluyente.
Pero –como decía- me sorprendió la reacción. No por justa, que obviamente lo es. Sino por tardía en la cantidad y en la meridiana claridad de la respuesta general. A ella, hace rato que le tiran con la medicina y la locura.
Le habían dicho (Castro, varias veces) bipolar, megalómana y esquizofrénica. De una de sus lipotimias, el doctorcito, ya se había atrevido en 2009 con un “una versión oficial poco creíble” y fundaba su aseveración en que no era posible que la Presidenta hubiese sufrido deshidratación en dos datos tan firmes como un helado de crema en medio del Sahara: que ella siempre se encuentra en lugares con aire acondicionado y que en la TV se la ve permanentemente con un vaso de agua.
La agencia EFE se había hecho eco de las “verdades” científicas y le había agregado que, en realidad, todo era consecuencia de un juego de escondidas que la Jefa del Estado estaba protagonizando porque se había sometido a una cirugía estética.
En el verano de 2012 luego de la intervención quirúrgica de la Presidenta, el valiente Nelson también había sido palmario: “Nunca hubo biopsia por congelación. Que no fuera cáncer fue un papelón para la medicina argentina”. Una afirmación a la cual no puedo –confieso- aún hoy quitarle la pátina de enojo; como un “qué lástima que no fue”, “qué pena” que les impidieron volver a salir a pintar que Viva, que Viva eso que ya celebraron hace sesenta y pico de años.
Noticias ha hecho tapas que serán estudiadas en el futuro como el ejemplo más notable de cuánto puede acercarse el periodismo a la cloaca. A La Nación le gusta armar cronologías con el temita, que van desde notas sobre “cuadros de disfonía” a “suspende viaje a Vietnam por motivos de salud” y “Binner que le recomienda que se tome unos días en El Calafate y se quede tranquila”. Otro, que como es médico anestesista, se manda rapidito a diagnosticar a personas que sólo ve por televisión.
Pero siempre hay más. Siempre hay alguien que puede ir un poquito más lejos. “A raíz de la medicación para la bipolaridad está sufriendo una caída del cabello que le pone aún más depresiva”. Siempre está el SEPRIN, ese servicio de vulgaridades que llaman noticias, justamente, de los servicios.
Porque lo que quieren, en realidad, es decir en voz alta lo que susurran en esa intimidad llena de odio que visitan y en la que se enlodan. Quieren pintarlo, empapelarlo, gritarlo y escribirlo de una buena vez: Ellos quieren decir con todas las letras que Cristina Fernández de Kirchner está loca. Que está completamente trastornada. Que vive fuera de sí.
Pero no pueden. Y no por delicadeza, ética, elegancia o alguna de esas características de las que –ya lo han demostrado- carecen. No pueden porque ella no se los permite. ¿Porque se los prohíbe? No. Porque agarra el micrófono, la tarima y -guste o no el estilo- asombra. Da cátedra. Muestra y demuestra acá, en Gregorio de Laferrere o cuando preside el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas que su cerebro está siempre varios escalones por encima de la media. Y no lo soportan.
Y las mujeres lo sabemos bien: cuando no pueden con nosotras, nos tiran con la locura. Ha sido así, de Casandra para acá.
Y las mujeres lo sabemos desde hace rato. Porque sólo la locura que no especula y asume riesgo se le anima con una ley a esos tan poderosos que se abatatan cuando uno les descubre que defienden sólo dinero. Porque sólo la locura nacida de la convicción hace que una mujer de apenas 36 años, una abogada sanjuanina, ante millones de ojos, se cargue la República al hombro y la defienda con contundencia y solidez frente a esos siete que pensaban que las audiencias iban a ser sólo una fantochada. Porque sólo la locura que surge de la razón hace que no cedamos en los principios aunque vengan degollando.
Porque sólo la locura de la sabiduría nos permite cabalmente entender que ellos no saben lo que hacen cuando eso hacen. Y aunque suene bíblico, no estoy pidiendo que se los perdone. Es más, ni disculpas queremos. Queremos ratificación. Porque en la enorme e infinita capacidad de las mejores mujeres de esta Patria está la facultad de resignificar ese “loca” que nos tiran cuando se les acaban los argumentos.
Los dictadores no tienen idea de que entre todo lo bárbaro, lo oscuro, lo innombrable, lo indefinible, lo terrorífico que llevaron adelante hubo un favor que sí nos hicieron. Cuando a ellas les dijeron las “locas de la Plaza” dieron en la tecla.
En primer lugar porque era cierto: solamente locas pueden enfrentar a la peor pesadilla que vivió nuestro país, encarnada en ese terrorismo de Estado, munidas sólo de ideas, de coraje y de trapitos blancos. Y, en segundo término, porque esa certeza de que estaban locas, locas de dolor, de desesperación y de desamparo les permitió no sólo resistir, sino hacer de la ofensa un boomerang; del hacerse cargo, un espejo y del asumirse, el arma más poderosa. Esa que trasciende, que no muere, que crece y que suma. Porque es inmaterial y está inoculada con amor y dignidad, con pelea y alegría, con política y con sueños.
“Hay una descalificación basada en el género –dicen los que de esto algo saben-. Es lo más machista que hay. Asociar a la mujer que rompe privilegios y normas preestablecidas con un desequilibrio mental es machismo de vieja raigambre. Lo hicieron con las Madres para descalificarlas ”.
Pues tomemos, retomemos, todas juntas, agarremos ese mote que nos lanzan. Estamos todas, todas, muy, pero muy locas.
Después de todo, el feminismo es esa loca, loquísima, idea de que las mujeres somos personas.