martes, 17 de septiembre de 2013

Programa SF 84 - Cristian Alarcon y Karina Valobra - 14 de Septiembre de 2013


Menores: esos niños privados de niñez.
por Mariana Moyano
Editorial SF del 14 de septiembre de 2013

Lo debo haber contado una decena de veces. Es cierto. Sepan disculpar la reincidencia (y valga más que otras veces como sinónimo de reiteración), pero es que fue algo de enorme impacto. Una frase que encerraba una profunda reflexión y que salía de boca de un protagonista de la escena; de una de las víctimas del relato; de uno de quienes cargan con el estigma. 

Perdonen que en la oreja les vuelva a sonar lo mismo. Excúsenme y acepten escuchar una vez más aquello que viví en el intensísimo 2009, ese año que tiró del piolín del debate sobre los medios de comunicación pero que reveló también cuánto de estereotipado tienen nuestros miedos y nuestros cotidianos comportamientos. 
Fue, como les decía en el invierno de 2009. En uno de esos espacios que hoy damos rápidamente en llamar “universidades del conurbano”, pero que son, las más de las veces, la única posibilidad de cercanía entre lo imposible y un joven con pocas oportunidades. 

El ámbito era una de esas charlas que, en aquel año llamábamos, un poco en broma, “evangelizadoras. Esas en las cuales intentábamos explicar por qué algo que a un grupo minúsculo nos quitaba el sueño, era un eje central de la vida democrática de una República. El debate era aún incipiente; 678 andaba por esos tiempos ocupado en otras cosas y –disculpen si suena a jactancia, no es la intención- mi vocecita sonaba todavía en soledad desde el Noticiero central de la TV Pública y desde la primera mañana de Radio Nacional. 

Por ese rol, ese lugar, ese sitio público en que la vida me había puesto y gracias a que en la carrera de Comunicación de la UBA la batalla por una ley de radiodifusión de la democracia era parte de la razón de ser, me invitaban y yo iba y hablaba y hablaba y hablaba… 

Bueno, la cuestión es que ese día, mi misión era en Lanús, con vecinos de Monte Chingolo con –estaba a la vista- necesidades mucho más inmediatas y urgentes que dar vuelta el estado de brutal concentración de los medios en la Argentina. Las frecuencias, la distribución del espectro y la plataforma digital formaban parte –para ellos- de preocupaciones de segunda generación porque las de primera, a duras penas estaban satisfechas entre mi auditorio de ese día. Pensaba yo. Pensaba eso, yo, merced a un marxismo berreta que me tomó la cabeza por ese rato y que observada la problemática sólo desde las “condiciones objetivas”. 

Y yo iba y hablaba y hablaba y hablaba y en eso estaba cuando me interrumpí. Decidí cortar de modo abrupto. Los miré y los interrogué con honesta y franca curiosidad, asumiendo el riesgo de que ellos me mandaran a la mismísima mierda y con toda razón y se fueran pegando un portazo mientras dejaban en el aire el comentario “porteñita burra, ¿qué te pensás? ¿Qué porque somos pobres no tenemos inquietudes que vayan más allá del morfi del día?”. 

“¿Por qué vinieron ustedes hoy acá a interesarse por la ley de radiodifusión?”, les pregunté. Se hizo ese silencio que deja en evidencia la sorpresa. Y no cortaba. 5, 6, 7 segundos y nada. Mutismo. Estaba a punto de reiterar la pregunta cuando un pibe, desde el fondo del aula, levantó la cabeza. Era la primera vez que podía verle la cara porque se la había pasado con la mirada al suelo y, así, con el mentón hacia abajo, la gorrita le cubría el rostro hasta debajo de la nariz. “Yo…”, dijo e hizo una pausa, “vine acá…” y volvió a quedarse. Me corrió frío y se apoderó de mí el temor de que no terminara la frase. Deseaba con todas mis fuerzas que no se detuviera. Sospechaba que en eso que iba a decir había algo, un nudo, el nudo. Lo supuse porque su modo era, pese a la evidente timidez que le provocaba hablar en público, desafiante. “Yo… vine acá… “ y el resto lo dijo de un tirón: “porque estoy re podrido de tener la culpa”. 

En la oración no estaba ni la palabra estereotipo, ni discriminación, ni concepto generalizador, ni arquetipo, ni cliché, ni lugar común. Ninguno de los términos que los interesados en las construcciones semióticas hubiésemos usado para entrarle al tema. Pero todos esos conceptos estaban atrapados allí, porque estaba el cuerpo, el primer plano, la persona, el joven, con sus 16 años –quizás, si llegaba- y con su dechado de similitudes físicas con los que, se supone, son los pibes chorros. 

Adelante, en los primeros asientos, estaba sentada una mujer, con sus tres o cuatro hijitos a quienes intentaba mantener tranquilos desde el inicio del encuentro. Y fue inevitable mirarla y viajar a aquel 5 de abril, de ese mismo 2009, en que el diario más importante y poderoso de la Argentina había publicado que “desde 2003 se cuadruplicó el padrón de madres con siete hijos”. Información que había titulado con el canallesco e inhumano: “La fábrica de hijos: conciben en serie y obtienen una mejor pensión del Estado”. Era una infamia, una bajeza completa que tres años después tuvo condena judicial, pero que ellos, por ser los más importantes y poderosos, se vienen pasando hasta el día de hoy por donde se pasan ese tipo de decisiones institucionales los que tienen el poder de la impunidad que les da, justamente, el poder. 

Ahí estaban: el pibe chorro y la fábrica de hijos. Y aunque lo dijo tiempo después, también estaba hablando el diario centenario, que en otro abril, en el de 2011, tituló en tapa: “Alarma en Recoleta por robos a alumnos de dos colegios. Menores amenazan a los chicos con cuchillos”. Porque todos sabemos, hay chicos… y hay menores. 

Menores que necesitan encierro. Palo y disciplina. Menores que por serlo y por vestir como se visten los pibes, son pibes, pero pibes chorros. Y si no, pregúntenle a Sergio Lapegüe y a la cronista Dominique Metzger, quienes en febrero de 2010 no tuvieron ningún empacho en sostener el siguiente diálogo: 
“Hay un robo… estos chicos que están acá…” balbucea la movilera pero con la certeza de que el primer plano completará el prejuicio. 
“Si, estos chicos que habían entrado, hacen como que están sacando agua”, relata la cronista de calle. 
“Ojo…” le pide el conductor. 
“Aprovechando que no hay policía, que no hay luz… Justo cuando nos acercamos con la cámara, empiezan a sacar el agua”, agrega ella. 
Y la cámara los muestra: bermudas deportivos de color chillón, remera de tres tiras, la trucha muy probablemente, y gorrita, con la visera hacia la espalda. Combo completo. Bingo. 
“Se van”, le advierte Lapegüe, “los agarraste justo”. 
“¿Está todo bien?”, le consulta la movilera a una señora que se anima al reflector del móvil de exteriores”. “¿Esos chicos…?” 
“Son mis hijos…” dice la mujer no se sabe si más incrédula por la pregunta o por la inundación que le está arruinando su peluquería. 
“Es un poco lógico”, acomoda Lapegüe, “estamos en vivo”. 

Ellos están en vivo y varios están en vivos y se agarran del pánico creado por la combinación exacta de una dosis real de delitos y de otras tres cuartas partes de psicosis que, esa sí, no baja. 
Hay menores, que quizás, más que necesitar encierro, sencillamente necesitan. 

Hay menores, y hay oportunismo, falta de convicción, un subirse a la ola de la consigna fácil, del discurso corto que siempre viene por el carril derecho de la discusión. 

Hay menores. Y hay delitos. Pero los datos de la Procuración General de la Suprema Corte provincial impiden la falacia: solamente un 4% de los delitos cometidos en la provincia de Buenos Aires tienen como causantes a chicos de menos de 16 y de ese porcentaje, menos del 1% tuvo que ver con crímenes que terminaron en homicidio. 

Hay menores. Y es sencillito de comprender: los menores son los niños privados de niñez. Los arrojados a los márgenes. Mientras unos formarán parte del sector “sano” de la sociedad y serán los dóciles, los puros, los tiernos, los portadores de futuro, los dignos de cuidado y protección. Los otros, serán presentados como irregulares, indisciplinados, inadaptados, esencialmente peligrosos y por tanto pasibles de castigo y corrección. “Si, todo muy lindo. Pero a vos porque no te pasó”, siento que me susurra entre irónico e ignorante el costado facho del sector “la gente”. Si me ocurrió. Pero no es “que te pase” lo que convierte a uno en voz de autoridad. Como tampoco fue el brutal y repudiable secuestro y asesinato de su hijo lo que hizo a Blumberg convertirse en lo que es. 

El falso ingeniero andaba por ahí usando y dejándose usar como cita de autoridad por la sola razón de que le había pasado a él. Y de tanto hablar, un día se le trabó la lengua y lo dijo. Lo dijo así: “En ese caso, el chico se drogaba, hizo una mala actuación, agredió a un policía. Después, bueno, la policía actuó mal, hizo cosas que no debía”. Así se refirió calificó un padre dolido al joven Sebastián Bordón, asesinado salvajemente por la policía. 
Era el 2004. No era el 2009, ni era esta campaña. Y algo de aquello vuelve. Retorna el olor pestilente de la resolución fácil y la mano dura. Pasó casi una década y casi 10 años después estamos con un código penal lleno de tajos, un listado de candidatos más movidos por el humor de coyuntura que por sólidas propuestas y una catarata de prejuicios y afirmaciones que sólo poseen debilidad argumental. 

Pero también estamos con enseñanzas y moralejas a cuestas. 
Y ahora, al ladito, ahí, pegado, espalda con espalda del pibe que puede esté por salir a afanar, se levantó la Casa de la Cultura y un secretario de Estado ha determinado que es mejor política abandonar el palacete de la Avenida Alvear e instalarse en la Villa 21, que salir a pedir que le metan palo, golpe, cárcel o bala a todo menor morocho y de gorrita. 

Hay menores, pero estos ejemplos son posibles porque hubo mayores. Porque hubo un presidente que se bancó estoico plazas llenas de velitas y de silencio, que pedían que el castigo hiciera bramar todos los escarmientos y todos los estamentos. Y se quedó. Y esperó. Y aunque actuó, no se movió. Y si los medios millones de convocados en cada marcha no le hicieron temblar el pulso a aquel que era jefe formal del Estado, pero que aún no mandaba, pues podemos solicitar que un par de preguntas molestas de periodistas que están haciendo otra cosa que no es periodismo y que una campaña que se ha puesto monotemática con eso que gustan llamar “inseguridad” –palabra inmensa para abarcar sólo poco- no muevan con tanta velocidad el amperímetro de las convicciones.

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