domingo, 22 de septiembre de 2013

Programa SF 85 - Julian Axat y Cecilia Flaschland - 21 de Septiembre de 2013


Hay una explicación redondita.
por Mariana Moyano
Editorial SF del 21 de setiembre de 2013 

Hay una explicación, una continuidad, una ligazón, una proximidad. Y es redonda, redondita. Y de ricota, para más datos. Pero no se vio. No se palpó. Nos atolondramos: La respuesta al guiño, a la señal, del líder no político más importante de la Argentina dejó gusto a poco. A un pedazo del kirchnerismo le faltó pogo, el necesario para demostrar que es merecedor del elogio. 
De parte de quienes recibieron el gesto cómplice como una afrenta, hubo silencio. Se ofendieron, les molestó, les pareció excesivo. Y algunos hasta hirvieron de furiosa envidia. Es lógico, era esperable. Pero lo curioso fue lo ocurrido entre los destinatarios: no se mostró de modo acabado la comprensión completa de semejante confraternidad. 
¿Por qué no hubo ojo atento para notar que esa vida política no partidizada, la que en los noventa contuvo, abrazó y protegió a los empujados a los bordes, no sólo no está divorciada de los también jóvenes a quienes la militancia les cambió la vida, sino que es parte del nudo del núcleo frágil que se intenta cuidar frente al avance de las medidas de seguridad de la derecha voraz? 
Hay un hilo que los conduce y un bondi que los lleva. A unos a Finisterre y a los otros a los destinos que manda la coyuntura. Se trata, nada menos, que del espacio en el cual se construye la identidad. Seguidores de un proyecto, unos; desangelados de entonces, otros. Y marginales antes o con un manguito más hoy, si no se hace visible el puente no hay recorrido posible de la historia. Este presente recala en aquel pasado. No lo calca, por supuesto, pero aparece en el espejo retrovisor, se le preste o no atención. 
No se puede entender –y menos explicar- a la JP si no se pone un ojo en la Resistencia Peronista; no se puede entender –y menos explicar- la audacia de proponer la transversalidad sin una correcta lectura de la militancia de los años ochenta; y no se puede entender –y muchísimo menos explicar- qué es un joven hoy si la reflexión no se detiene un ratito a observar qué hacían, cómo resistían y dónde forjaban alguna identidad –la poquita que les permitían- los pibes de los 90, esas mayorías perjudicados y obligadas a invisibilizarse. 
Cuando el slogan fácil de la baja de la edad de la imputabilidad se instaló (como cada septiembre electoral), el kirchnerismo –a contrapelo, incluso de alguna cara visible propia- desplegó sus anticuerpos, y sin pedir permiso se parapetó como el murallón que -con algunas desprolijidades y torpezas, pero con AUH, con netbook y con mucha escuela pública- iba a detener al discurso conservador que encuentra en el palo a los pibes la medicina contra todos los males. No se pidió autorización, no se esperó que la línea se bajara. Los referentes más importantes en este tema salieron a cruzar a la declaración demagógica facilonga, y sin sacar los pies del plato, establecieron un clarísimo “hasta acá”. Les quedó claro a propios y a ajenos. Y la cosa, más o menos se encaminó. 
En parte, debido a que en este proyecto nacional hay una columna vertebral que marca que los pibes no son el objeto de enfrentamiento, es que en Mendoza hubo misa y peregrinación ricotera con la policía en papel de reparto. Porque, digámoslo claramente: en el desierto de los noventas, dentro de los conciertos de Los Redondos no estaba el gran inconveniente. La cosa fulera pasaba de la puerta para afuera, donde la saña uniformada se encarnizaba con los pibitos, esos que eran la puesta en evidencia de para cuán poquitos era el modelo imperante. La orden era clara: que no se viera cuántos eran los que sobraban. Y como no había modo de evitar su presencia, pues que los medios cumplieran su rol, el de mixturar en una misma argumentación banda de rock y descontrol. 
Lo siguen intentando. No es algo del pasado. Y por eso es riesgoso que el proyecto destinatario del mimo no haya estado a la altura y no le haya abierto más los brazos a la caricia. 
Miren la trampita, vean la maniobra. Busquen la celada. Está ahí. Es la misma.
Argentina tuvo un ministro, un jefe de gabinete, luego y un senador ahora que es ricotero. Se autodefine como tal y está a la altura del alarde. Lo sabe la mayoría. Infobae y su derechismo burdo también. “Aníbal Fernández, crítico de rock”, tituló el 16 de septiembre. Y ahí pegadito le adjudicaron el siguiente textual: “Los Redondos rompieron todo”. ¿Alguien puede pensar que para Daniel Hadad es una coincidencia azarosa que en una misma oración se reúnan el nombre del grupo con el verbo romper? ¿Si la nota no es leída y este título va directo al lóbulo izquierdo del oyente medio que aún hoy mantiene Radio 10, ese “romper todo” se le representará metafórico?
Somos pocos y nos estamos conociendo cada vez más. 
Porque cuando las propaladoras del miedo piden bala para los más chicos, no distinguen entre el que robó, el que disparó, el que parece chorro o el ricotero. Para ellos es lo mismo, siempre lo fue. 
El 5 de agosto de 2001, La Nación titulaba “Recitales signados por la violencia” y de un saque, sin grises, ni complejidades afirmaba: “No es la primera vez que la violencia y la muerte envuelven los recitales de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota”. Así, como al pasar, rock, Redondos y crimen eran las partes de un mismo todo brutal, barbárico y salvaje. 
El asesinato de Walter Bulacio, el balazo a un chico que iba en tren a Mar del Plata a ver a la banda, las heridas de otro pibe arrojado del tren, la muerte de otros dos que cayeron al vacío desde la popular de River y los accidentes en los conciertos de Kiss y de los Rollling Stones, fueron todos hechos que debían estar colocados en el exacto sitio del sentido común desde el cual permitiesen establecer una acción lineal en la cual la causa son los jóvenes y la consecuencia, el delito. 
En la narración de la bala, el gatillo y el abuso no hay un zoom a la policía. Es una escena brumosa donde lo que prima es el alto volumen de la música, la transpiración de las camisetas y las bocas semi-abiertas de pibas que mascan chicle. Las víctimas, victimarios. Los vencedores, vencidos. 
Clarín -que en los noventa se jactaba de haber creado el suplemento Sí, pero también de ser leal con los fans al celebrar las bengalas y el paisaje futbolero que iba mutando a la cultura rock, aunque la vida post Cromagnon les hiciera luego decir lo contrario- no se quedaba atrás y el 19 de diciembre de 1998, armó un encabezamiento periodístico que combinaba en dosis exactas crítica musical con crónica policial: “La vuelta de los Redonditos. Impresionante operativo de seguridad. Una multitud vibró con los Redondos en Racing. El estadio estaba lleno; El grupo del Indio Solari presentó su nuevo disco; Hubo algunos incidentes y, también, detenidos; Unos 700 policías y 600 custodios trabajaron en la seguridad”. 
Cuando en mayo de ese mismo año, la peregrinación fue a Córdoba, copiaron el procedimiento: hablaron de una “batalla campal en el recital” y de un “enfrentamiento” entre quienes portaban armas y quienes llevaban como escudo, sus remeras. 
Así siguieron. Ese fue el relato. Así fue como convirtieron a esos jóvenes en los mismos vándalos que hoy quieren encerrar. Y La Nación –para variar, cuando se trata de dar la puntada final en la costura de operaciones y burdas afirmaciones- coronó el escenario. “Los Redondos y la violencia”, fue el título de la nota editorial del 20 de junio de 1999. 
Y allí, en el mismo lugar en que celebraron la llegada uniformada en 1976; en el mismo sector desde el cual clamaron para que se evitaran los cortes de calle, justo horas antes de que Kostecki y Santillán fueran fusilados; en el mismo sitio donde llamaron “venganza y persecución” a la condena a Jaime Smart; en el mismo espacio en el cual justificaron el bombardeo de 1955, allí sostuvieron que “el panorama dista de ser complejo: hasta el hartazgo se sabe que determinado tipo de reuniones populares origina disturbios, y se impone reforzar la vigilancia policial cuando se realizan o bien prohibirlas, lisa y llanamente. (…) Las previsibles reacciones de la autoridad resultan insuficientes para explicar el extraño fenómeno de la difusión del rock, invariablemente acompañada de manifestaciones antisociales que llegan a ser delictivas y cruentas. Es triste tener que reconocer que junto al apasionamiento de los jóvenes se advierte una veta perversa en la que confluyen la droga, las adscripciones a tribus beligerantes, la violencia gratuita y el afán depredatorio. (…) La juventud no parece conocer otra forma de conectarse con la realidad social que la que nace del impulso agresivo y el nihilismo destructor”. 
Ahí están. Esos son los pibes que compusieron: drogadictos, extraños, ajenos a la normalidad, violentos, ladrones, idos del mundo, dañinos y exterminadores de lo poco que nos queda de bueno. 
Sea porque siguen a una banda, o porque hacen eso que ellos no entienden; sea porque deliran con el Indio y hacen eso que llaman pogo y que no es otra cosa que dejarse caer porque se confía en el de al lado; sea porque fuman paco o porque, realmente, salen a robar; sea porque militan o porque toman una escuela, el problema no es tanto lo que hacen sino quiénes son. 
No son los mismos individuos, probablemente, los que estaban en Mendoza hace una semana que los residuales del sistema de 1999. Puede que incluso no sean las mismas personas las que bailan desatadas y quienes visten la pechera del escándalo. Y hasta es más que posible que ninguno de los que salen a afanar esté en alguno de los colegios tomados contra la reforma curricular de Macri. Pero el sujeto sí es el mismo. La confección es igual. Es el estereotipo que carga las mismas cruces. 
Por aquellos años, la red era más fina. Era apenas el rock, un concierto esporádico y algún que otro artista que sabía que su referencia iba un tanto más allá. 
Ahora, el tejido es un poco más sólido. Hay un proceso en marcha y hay una disputa firme para que no sean los chicos ni el último orejón, ni la primera línea de fuego. Y el Indio lo supo. Y el Indio lo sabe.
Y por eso cuando reemplazó el histórico “un, dos tres”, por el irritativo “6, 7, 8” no le estaba –solamente- haciendo un guiño a un programa de televisión. Estaba brindándole una caricia a todo un proyecto político. El gran rebelde le estaba regalando un enorme piropo a un gobierno en uno de los momentos de mayor debilidad. 
El pequeñísimo gesto se vuelve gigante obra maestra. Es un espaldarazo. Y es gratis. Y es por nada. Y es una herida en medio de las entrañas del monstruo con la fauces abiertas. A él le regaló un tema, a él le obsequió un horario y a él le proporcionó la estocada. 
Es que hay una explicación redonda. Redondita. Y de ricota, si así lo aceptan. Porque la ecuación es bien sencilla: las corporaciones tienen la plata; los pueblos sólo la política y durante un rato largo, los pibes, sólo tuvieron al rock. Lo cultivaron, lo volvieron encuentro y ritual; lo hicieron misa pagana y lo tornaron espacio. El los contuvo, los protegió y los aisló del aislamiento. Y ellos, incluso, un día, un 25 de mayo de 2004, le ofrendaron a la política toda su ceremonia de pogo, baile y bandera. 
Hay que entenderlo. Es obligatorio intentar comprenderlo. Es una falta de respeto no observarlo. 
“Parece que al final no me voy a salir con la mía, mi amor”, dice el Indio de vez en cuando. Ojalá que no sea así. Hagamos que no sea así. Hay que poguear, arremolinar y para poder acceder al premio, no abandonar. Y mientras tanto, hacer que el calor ascienda, para que cuando el fuego crezca, poder estar ahí.

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