sábado, 16 de noviembre de 2013

Programa SF 93 - Sergio Olguín y Alejandra Laurencich - 16 de Noviembre de 2013


Semana de ferocidad, de relatos y vivencias
Por Mariana Moyano
Editorial SF del 16 de Noviembre de 2013

La semana no arrancó fácil. Una patada en las entrañas fue lo que nos provocó la puesta en público de ese “caso” -uno más, apenas uno entre miles diarios-  de una mujer que volvía a sufrir por duplicado: el aborto y la decisión que esto acarrea, y la violencia institucional que implica que lo público (en este caso un hospital) re victimice a quien ya tuvo bastante. Página 12 habló el lunes de “Derechos torcidos” y la breve presentación de la noticia llegaba de la lectura al estómago con brutalidad: “Una joven que llegó al Hospital Fernández con un aborto en curso fue acusada por los médicos y detenida, cuando aún sufría pérdidas, en abierta violación a la legislación vigente”.
“Ante la constatación de que el feto estaba muerto, se le practicó un parto, para expulsarlo. Pero frente a la presunción de que ella misma se había provocado la interrupción del embarazo, con pastillas, resolvieron denunciarla a la policía. Dieron de alta a la mujer para que fuera trasladada a la sede policial, aunque no habían transcurrido 24 horas desde la intervención médica. La mujer contó que las médicas le hicieron comentarios condenatorios  y que le habrían indicado una dosis menor de medicación para que “sienta lo que hizo”.
Feroz. Relato y vivencia. Atroz, despiadado y monstruoso. Pero no único. Padecido de a miles, de a cientos de miles.
No era la primera, ni la única, ni en el único lugar. Porque pasa en la ciudad de Buenos Aires, en Jujuy, en Carmen de Patagones, en Mendoza, en Rosario, en Las Lomitas, en Trelew y en Lanús. En ese extenso rincón que va con “este” u “oeste” como complemento para definir mejor la identidad de quien se presenta y en el Lanús territorio de novela de Sergio Olguín: “No era la primera vez que Mariela iba a lo del doctor Rosenthal. Ya había estado cuando el test le dio positivo. Fue Roxana, la hija de la dueña de casa en donde Mariela hacía la limpieza la que le había aconsejado hacerse un test y fue también ella la que le dio la dirección y el teléfono del médico. (…) Tomó el 37 y después de cincuenta minutos se bajó en Callao al mil. Se había sentido incómoda en la sala de espera. Se había bañado, se había puesto la mejor ropa que tenía pero no podía evitar sentirse sucia ante el brillo de ese consultorio. (…) Estaba embarazada. Ella le dijo que quería abortar y él le dijo que la interrupción del embarazo era una decisión que debía tomar con madurez. Ella le dijo que estaba segura. Y el novio, qué opinaba su novio. Él también. El médico le explicó que no era una intervención riesgosa porque contaba con todas las normas de higiene y seguridad. Hacerlo salía mil dólares. Mil dólares repitió ella en voz baja. (…) Cuando llegó a Lanús y se encontró con Francisco, se puso a llorar como nunca lo había hecho. Pero ahora lloraba porque mil dólares era una cifra imposible para ellos y porque no quería tener un hijo. Él le dijo que pidiera turno. Que él iba a conseguir los mil pesos”.
Feroz. Relato y vivencia. Pero no único. Padecido de a miles, de a cientos de miles. Fui del diario al libro. Porque Mariela en mi cabeza tenía rostro y con esa cara se me humanizaba más la mujer protagonista de la noticia.
Fue un SOS, la búsqueda de un anticuerpo. Porque siempre pasa igual con las víctimas: se las deshumaniza. La prensa más noble, le quita el nombre por prudencia y cuidado. Pero la canalla, la que se burla de las trans y se parapeta en el argumento de que “hacen pis de pie”, la que se escandaliza con Lulú porque –dicen- es un nene con una madre loca, les arranca la identidad con un solo objetivo: que sean sólo carne, carne de cañón del morbo general. Para lograr el gran cometido de la mayoría de las coberturas: hundirse tanto en el asco que el dolor termine superficial, banal, liviano.
Pasó con Sapito en la Villa 31, ese hombre que no recibió atención porque la ambulancia no quiso entrar, y murió. Pasó con Eric Ponce hace poquito en Villa Urquiza, cuando el gatillo fácil de la bonaerense y la complicidad de la metropolitana le quisieron poner confusión a lo evidente. Y pasó con Kevin en Zavaleta por el desastre de los prefectos del operativo.
Así, sin nombre, sin historia, sin vida antes del hecho que se vuelve noticia estar personas son vueltas “casos”. Por eso recurrí a la ficción, porque ayuda, calma. Le pone rostro a lo deshumanizado. Porque son miles, porque no es la primera, ni la única, ni en el único lugar.
La semana no iba a ser fácil. Estaba escrito. Colaboró con la decisión pre concebida de llevarnos por el camino de la irritación el fallo de los Supremos. Los enojó, es evidente. Y lo cierto es que no cuesta demasiado sumar al descontento cuando diciembre se acerca. Basta que ocurra para echar un poquito más de gas oil.
Ámbito Financiero había sido bestial: “Se resigna el monopolio Clarín: presentó plan de adecuación; se divide en 6”. Pero “No se resigna nada”, pensé yo con lectura en delay. Narcos, trenes, la salud presidencial o la suba de precios. La materia prima no iba a importar si el objetivo era que no hubiese ni una gota de aire fresco. Y pudieron. Convirtieron una semana completa en 7 días irrespirables:
“Regularizar la deuda le costará caro al país”, “Se posterga una semana la vuelta de la Presidenta a la actividad”, “Convivir con Boudou: la reemplazará en actos hasta diciembre”, “Admiten en el gobierno que el país debe recuperar estadísticas creíbles”, “Fuertes divisiones en el frente empresario”, “Precios imparables: la carne subió 10% en sólo una semana”; “Un muerto en un choque barrabravas y policías”, “Furia de usuarios en el subte C”, “Se aceleró las caída de las reservas”, “Llamativa fuga de otro militar procesado”, “El pollo sigue a la carne y los precios no paran de subir”, “El Central perdió 340 millones de dólares en un día”, “Código civil: el gobierno mantuvo cambios a los que se opone la Iglesia”, “El nuevo código civil, a merced de las urgencias kirchneristas” “Para un fiscal es inconstitucional el acuerdo con Irán”, “Rehenes durante dramáticas horas”. Y hasta Justin Bieber ayudó: “Nos pisoteó la bandera”.
Pero con la dispersión no iban a ir demasiado lejos. Necesitaban un eje, un hilo del que tirar. Una línea de dinamita para encender la mecha. Y la encontraron. En la misma Corte que hacía poquito había dado un sacudón a la coyuntura para sacarnos del superfluo día a día. La Corte habló de drogas. Y de narcos. Y del rol del Estado. Y se zambulleron: “Firme reclamo: la Corte exigió al Gobierno aplicar urgentes medidas”, “Lamberto reclama gendarmes para patrullar los barrios”,  “Aeropuertos: un tercio sin vigilancia contra el narcotráfico”, “La DEA redujo sus planes de cooperación con Argentina”, “Denuncian jueces del Norte la falta de recursos contra el narcotráfico”, “Narcos: Rosario es como Ciudad Juárez”, “Avance del narcotráfico: más reclamos y denuncias de inacción”, “En siete años se duplicaron las causas por drogas”, “Otro relato oficial que está muy lejos de la realidad”.
Poco detalle del texto de los Supremos. Mucho contacto con carnadura cercana: una villa, un comedor… “Graves incidentes en Chacarita: desalojan el comedor comunitario de una villa. En un principio se  creyó en una acción protagonizada por narcos”, “Hay un 40% más de feriados que hace 5 años”, “Las villas, un flagelo para 2,5 millones de personas”.
Bingo. Drogas, narcos, villas y feriados. Vagos paqueros y complicidad oficial. La cocaína vuelta sustancia diabólica y el problema, un hecho individual y de responsabilidad sólo estatal. Los datos sobre el dinero, lejos, en otra página, sección o bloque. Que no haya conexión entre narcos y guita; entre el blanqueo y el control. Loteado el pensamiento para que no haya conexión en la reflexión.
“La AFIP controlará ahora todas las compras por Internet”, fue una de las informaciones. La jugada había sido maestra: seguir la ruta del dinero no era sinónimo de un Estado que se mete y controla y busca. Era un pedacito del mecanismo stalinista de intervencionismo asfixiante. Porque el problema con los narcos, para esta presentación mediática, no se resuelve con política, se arregla a los tiros. Otra vez: hundirse en el horror para que las únicas ganas sean las de salir corriendo. Ganancia para lo superficial, lo banal, lo liviano.
Es la única explicación. Sólo en un contexto donde hay cabeza construida para que nada valga nada y todo sea igual a todo es que una calificación positiva a Hitler por parte de alguien con responsabilidad institucional puede pasar de largo y no provocar el escándalo y el espanto que la mención merece. La liviandad en una sociedad no es un estado de las cosas ni un modo de ser. Es la construcción colectiva de lo posmoderno; la elaboración premeditada de modos para que los consumidores, los vecinos y los espectadores sean siempre más que los ciudadanos, los comprometidos y los militantes.
Doña Rosa no fue una mención al pasar. No fue un montaje casual. Fue una construcción elaborada con cuidado, detalle y tiempo. Con “casos”, con despersonalizaciones, con deshumanización, con datos superfluos, con hundimientos en los horrores para que sólo deseemos vacíos y nadas.
Recordé. Me acordé bien. Porque fue una obra de ingeniería cultural perfecta. Germán Adbala insistió durante toda la entrevista en la necesidad de pensar qué tipo de Estado la Argentina necesitaba diseñar. Y el gran comunicador no se aguantó. Bernardo Neustadt sabía lo que estaba en juego. “Adbala, en vez de ser un dirigente gremial, parece un intelectual, folklórico, filosófico. Doña Rosa está diciendo, ¿este me representa a mí?”, le estampó.
Jugada de crack: justo en el preciso instante donde la potencia reflexiva le pulseaba a la lógica de la televisión, hizo su entrada triunfal esa señora representante de la fiaca, del ufa y del hartazgo y ganaba escena la portadora pasiva del discurso neoliberal; ese recipiente humano para la acumulación del discurso único. (Tomado de Máquinas de captura, de Daniel Rosso)
Y que sea fácil echar la culpa; y que haya a mano siempre un sencillito causa-efecto; y que no haga falta ninguna complejización; y que no interrelacionemos y que no leamos en proceso; y que hagamos foco en un presente continuo; y que estemos molestos; y que no nos acordemos; y que estemos cansados, bufando y hartos, bien hartos.
Y me fui del recuerdo al libro. Porque Doña Rosa, esa que también es cacerolera en mi cabeza tenía rostro y era el de una señora impresentable que nos presentó Alejandra Laurencich.
“La chica con la que había esperado en la parada se sentaba ahora en el segundo asiento de dos. Tenía el pelo mojado, como recién lavado. Seguramente aprovecharía el aire cálido para secárselo. Un buen truco para llegar a tiempo a la Facultad. Era conmovedor el esfuerzo de algunos jóvenes para estudiar, para ser mejores personas.
En la calle, distinguió a un agente de tránsito haciéndole señas al chofer para que avanzara rápido. En la bocacalle una multitud esperaba a que cerrasen la avenida. Observó las pancartas. Basta de asesinatos impunes. Queremos justicia. Cientos de personas reuniéndose para repudiar los accidentes de tránsito, la levedad de las condenas que permitían infringir la ley y manejar por la ciudad como en una pista de carrera. Mientras el colectivo se alejaba rápidamente de la multitud, ella sintió que el orden de la ciudad estaba en buenas manos. Los familiares de las víctimas estaban en todo su derecho de reclamar justicia para los asesinatos del asfalto, como también los trabajadores y estudiantes debían gozar del derecho a continuar sus actividades sin demoras. Pensó, embargada por un regocijo solidario, que de no haberse interpuesto aquella intimación que vencía justo hoy, habría estado dispuesta a bajarse del colectivo para sumarse a la manifestación. Pero era imposible. Su deber no era reclamar justicia sino pagar la deuda a la oficina de gas.
-Buenos días, señores pasajeros.
Observó el prendedor que llevaba el hombre en el pecho. La escuela pública es la garantía de fututo.  Pero qué maravilla: todo un ciudadano comprometido con la educación. Sintió orgullo de vivir en esa ciudad. El vendedor hablaba de los monederos y riñoneras de cuero.
-¿Perdón?
Si no es mucha molestia, señorita. Había que ser caradura. El tipo estaba dando el dinero a la chica para que le sacara boleto. Y la chica juntaba todas sus carpetas para poder levantarse y complacerlo. Cómo se abusaba alguna gente. El vendedor miraba sin entender mientras guardaba sus monederos en un bolso.
Lo miraba al tipo. Seguramente lo pondría en vereda con su manera didáctica. Ah, no. Bajaba. Las ratas huían del barco. Mucha escuela pública para garantizar el futuro pero su negocio se había terminado. Era todo una postura, entonces. Y la chica, pobre, tratando de hacer equilibrio. La chica insistía con la moneda, las carpetas estaban a punto de caérsele. Eso le pasaba por llevarle el apunte al otro piola. Ahí salía el boleto, mejor que se agarrara fuerte porque en cualquier frenada se caía del colectivo. Pero parecía que nadie se daba cuenta de nada, país de ponciopilatos. Allí iba la chica otra vez a enfrentar a la máquina. Aparatos del subdesarrollo, andaban cuando se les antojaba.
El tipo le decía algo. –Está bien, no importa- decía la chica. Había perdido el asiento y se encogía de hombros, la muy mamerta. Vivan los avivados y los aprovechadores. Al gran pueblo argentino, salud. Así eran todos, así les iba. Había que verla ahora a la boluda acomodándose las carpetas en un solo brazo para poder aferrarse a un pasamanos. La miraba a ella como preguntándole si tenía algo que decirle. Asco le daba. La boluda se corría hasta el asiento de ella para agarrarse fuerte. Que no se le ocurriera apoyar las carpetas en su respaldo, ella no pensaba hacerse cargo de su sometimiento. Lo único que salvaría a esa idiota era conseguir un asiento. Ahí estaba tratando de que la suerte le ofreciera lo que había perdido sin chistar. Eso era lo que los jóvenes del país tenían en la cabeza: nada de lucha, nada de defender lo propio.
Alguien que bajase para zambullirse en el asiento y disimular el bochorno. No lo merecía. Debía viajar parada y aprender a soportar las consecuencias de su estupidez. Eso. Castigo justo para los necios y los irresponsables. La parada siguiente era la de la oficina del gas. Miró el reloj. Miró a la chica. Podía ver cómo empezaba a disfrutar por adelantado el asiento. Era injusto. Ella sintió que la impunidad como una peste enviciaba el aire. Faltaban sacrificios. Faltaban héroes.
Entonces lo decidió. No se levantaría de su asiento mientras la chica siguiera en pie. No bajaría en la parada. Que le cortaran el gas. El sacrificio valía la pena. Se acomodó en el asiento, satisfecha. Gracias a ella, alguien el este país iba a empezar a pagar”.

Y me volvió a parecer feroz. Y me volvió a parecer brutal. Pero nada honesto. Y las ganas de estamparles horror en el relato me llevaron de vuelta a la ficción. Y a Alejandra Laurencich, una incorrecta que nos presenta a impresentables para que nos atrevamos a hablarle al espejo: “Las manos entrelazadas contra la boca. Te lo estoy pidiendo. Ahora. Traémelo ahora. La cabeza gacha. Nada de orgullo, si no, no sirve. Por tu misericordia, por tu infinito amor. Nunca más, te lo prometo. Que no haga ese gesto, que me traigas. Y por mi Loli. Si vuelto a tomar, la próxima te lo llevás. Pero ésta no. Traémelo. Traémelo. Una última vez, por favor, devolvémelo. Las rodillas tocaron las baldosas frías. Se quedó ahí, mirando el suelo sucio de migas y pelusas. Y entre las migas descubrió una piedra, una ínfima piedra blanca. La recogió con un dedo, se la llevó a la nariz y, cerrando los ojos, aspiró fuerte”.
Y los trenes, también tema de la semana, pasaron desapercibidos porque en general fueron hechos de los buenos, de los que vale la pena esperar algo lindo, de los que no vale la pena buscar en lo importante de la prensa.
Los títulos fueron: “Descarriló un tren y cayó sobre casas precarias”, “Una formación del Mitre sufrió un cortocircuito”, “Tercerizados cortan vías”, “Los nuevos trenes del Sarmiento comenzarán a llegar en febrero”. Y como desde el primer cachetazo que fue pensar en los maquinistas yo recurrí a la ficción. Al Lucio de Olguín. Que padece. Igual que ese burlón de Julio Benítez, en su blog de Pastichoti: "Mi sueño más recurrente es que me hago recontrabolsa en un tren que lamentablemente voy manejando yo”. Igual que otros miles porque no es el primero, ni el único, ni en el único lugar.
A Lucio, al de Olguín, al que padece. “Morón había quedado atrás. Verónica quería escuchar lo que él no hablaba con nadie, ni con su esposa, ni con sus amigos, ni con sus compañeros de trabajo. Nadie le hacía preguntas cuando ocurría un hecho así. Un silencio piadoso lo cubría siempre y ahora Verónica quería meter sus brazos ya no en las heridas sino en su cerebro. A duras penas no se había vuelto loco y ahora ella revolvía en su cabeza y él volvía a sentir el miedo a la locura. En tres ocasiones lo habían llevado a una comisaría y lo habían dejado demorado toda la noche. Incluso el abogado de la empresa había tenido que sacarlo. Aunque tal vez era mejor eso que terminar en un hospital en estado de shock. O tener que soportar al psicólogo de la empresa que quiere calmar con una aspirina un cáncer que corroe las entrañas. El cáncer de haber visto, de recordar imágenes, sonidos y también el silencio.
“Cuarenta y ocho horas. Ese era el tiempo que el psicólogo le daba de reposo, pero él hacía lo posible para que lo reincorporaran al trabajo. Al fin y al cabo los trabajadores de los ferrocarriles se jubilaban a los 55. Eran un trabajo insalubre. Lo insalubre eran las muertes que cargaba cada uno de ellos. Y, sin embargo, siempre volvía a conducir los trenes. Más que una vocación era un destino, o una maldición. Su mejor manera de sobrellevarlo había sido el silencio, el intento consciente de olvidar todo”.

domingo, 10 de noviembre de 2013

Programa SF 92 - Graciana Peñafort y Damian Loreti - 9 de Noviembre de 2013

Guerra declarada a los cínicos.
por Mariana Moyano
Editorial del 9 de Noviembre de 2013.

Él es abogado. Pero no se parece en nada a los prototipos de la Farsantes del canal del solcito, ni a los de las series yanquis que son mitad detective, mitad alcohólicos. Es un bicho raro, pero no es ni cuervo ni carancho. Tiene toda la biblioteca de Derecho a la Información en la cabeza y te la tira, como si vos pudieras seguirle el hilo. “Abogado de gremio”, creo que era la fórmula que una vez le escuché usar para definirse. Del gremio de prensa, aclaro yo. Y en los años 90, cuando a todos los trabajadores nos echaban de todas partes, queríamos tener su contacto para que nos defendiera ante la empresa. No había demasiados apellidos para esgrimir ante la patronal y estar un poquito menos desprotegido; apenas un par: uno era Recalde y otro de esa lista de -cuanto mucho- tres, era él.

Cuando entramos más en confianza, una vez, con una amiga, le lanzamos impunemente durante el frugal almuerzo de un sábado fresco: “Loreti, hay vida fuera del código civil”. Nos reímos mucho nosotras y él se sonrió como celebrando la chicana. Siempre me sorprendió que no se enojase por aquello y resuena muy vívidamente aquella charla. Pero no fue lo único que se quedó pegado a mi memoria. También recuerdo que me asombró que celebrara con tanto ahínco un libro cuyo título yo siempre pensé equivocado. “Los cínicos no sirven para este oficio”, se llama el volumen en cuestión y su autor es el polaco Ryszard Kapuscinski. Este escritor sostenía que “No hay periodismo posible al margen de la relación con los otros seres humanos. Para ejercer el periodismo, ante todo, hay que ser buenos seres humanos. Las malas personas no pueden ser buenos periodistas”. “¿Cómo?”, pensaba yo en aquellos fatídicos, dolorosos y humillantes fines de los años 90. “Y entonces qué son los de ese ejército de hijos de puta a quienes lo único que les importa es el doble apellido –fulanito, de Clarín- y que a los que no estamos en esa nos miran con sorna y le agregan el sobrador ´pero vos te quedaste en el 45, nena. Y encima, lo tuyo es peor porque ni siquiera lo viviste´”. No eran impostores con disfraz de una profesión que no les correspondía. Eran periodistas y básicamente cínicos. ¿Entonces?
Ya no me lo pregunto más. Sencillamente porque el tiempo, los programas de televisión, las columnas de análisis, los acontecimientos y sobre todo la política -uno a uno- me fueron dando la razón. Pero siempre me quedó repiqueteando. Quizás sea buen momento para conversar sobre aquello.

Ella es abogada. También. Pero es menos moderada. Es prudente, juiciosa, cortés. Conoce y hace gala de todas las reglas de la formalidad y el decoro en cada una de sus funciones, ejercicios y trabajos. Sobre todo si su interlocutor es el Presidente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Pero fuera de los estrados, agárrense. Es irónica, atrevida, tiene una insolencia que desconcierta porque va junto con la simpatía y es desmesurada. Y quienes la conocen un poquito se dieron cuenta de que algo de su irreverencia se le coló cuando al Supremo más conspicuo del Poder Judicial argentino le lanzó un “menos mal” con sonido a ofensa, cuando éste le anticipó, muy casual “la última pregunta”.
Como le dicen “Grace”, no falta el gil que le manda un “Graciela” descolocado luego de hacerse el amigo. Personajes aparecidos básicamente desde fines de agosto a la fecha. Los mismos que a Loreti le ponen una doble t que, vaya mi psicoanalista a saber por qué me irrita tanto, si por falta de rigurosidad o por oportunismo.
Graciana se llama ella y nunca olvidaré cuando el quijote aquél de nombre Gabriel, que en 2008 y 2009 se puso al frente de la pelea y le ofreció, no una, sino mil veces la mejilla al grandote para que pegue, nomás, me la mencionó por primera vez. Me había dicho: “si vos, de verdad, querés saber, entender, conocer y tener hasta el último detalle, la llamás a ella. La que sabe de verdad, es ella”.

No sé qué opina o si habrá leído con admiración a Kapuscinski, pero ella sí que no pertenece al batallón de los cínicos. Ella llora, se conmueve. A ella se le estruja el estómago cuando le hieren a SU ley o cuando le faltan el respeto. Ella la acuna, la cuida, la mima, la arropa y la defiende como una madre a sus pichones. Y detesta a quienes no están a la altura.

Estos dos a la ley SE-LA-CREEN. En el mejor sentido de la frase. Le confían, le tienen fe (si es que cabe lo religioso en algo tan, pero tan racional). Y son –todos quienes batallamos genuinamente por esta ley hemos sido- explícitos, claros, contundentes, precisos, francos, honestos, sinceros: no es la reforma agraria bolchevique lo que estamos debatiendo; no proponemos embarcarnos hacia una revolución guevarista en el campo de los medios de comunicación; jamás prometimos la utopía socialista vía la 26522.
El debate es acerca de la desmonopolización, de la desconcentración del mercado mediático, de la competencia un poco más leal. Es decir, de Adam Smith para acá, algo más o menos parecido al liberalismo –al de verdad, no al que usan de mascarón para instalar al neo-. O supongamos, un keynesianismo Siglo XXI.

Era por eso que marcábamos la exageración y la trampa de aquel “TN puede desaparecer”; era por eso que nos parecía tragicómico aquella acusación de “stalinismo intervencionista”; era por eso que les recordábamos, sobre todo a los radicales, cuánto más restrictivas habían sido las propuestas de la UCR antes de la llegada de Menem a la Casa Rosada; era por eso que sometíamos a juicio a periodistas victimizándose en nombre de normas inexistentes salvo en su imaginación, a dueños de medios víctimas –estos sí en serio- del poderoso que devenían defensores de sus verdugos, a sabelotodo de la materia que por ganar minutos de aire rifaban prestigio, libros y sus propias cátedras y se convertían en los espadachines de los oligopolios.

Era por eso que fue tan, pero tan sencillo tener argumento ante cada ofensa, mentira y disparate. Era por la democracia. Nunca hubo detrás de esta ley nada más que democracia.
Por eso es que es tan extraño e insultante leer y escuchar a supuestos izquierdosos (algunos ex K furiosos, vaya uno a saber bien por qué) burlarse ante la imagen del grandote imbatible y todopoderoso cediendo, no ante un gobierno, sino ante las instituciones.

Porque es precisamente esto la presentación de su plan de adecuación. Que faltan licencias en los papeluchos, que quizás en uno de los seis puntos se pasan del 35% correspondiente y que se hacen los giles con aquello aún vigente de que su fusión y su compra de otros cables no fue autorizado. Si, por supuesto. Pero con las dos manos en el corazón y con toda la honestidad intelectual y política sobre la mesa: ¿alguna vez, alguien, alguno de los que se burla, cuestiona, chilla porque le parece que tiene gusto a poco, pensó, supuso, imaginó, una escena en la cual Goliat se sienta ante David, reconoce las reglas y le dice “OK, touché, me ganaste. Juguemos tu partido. Acepto mi derrota; me avengo a las regulaciones del sistema institucional”? Que no nos vengan con chicanas los que tienen la lengua larga y la audacia cortita. O, parafraseando al gran Solari: que los panquecoides en estado de hiperborocotización no firmen con la mano cheques que su culo no puede pagar.

La Argentina es vertiginosa. Un poco porque lo es y otro tanto porque el ritmo frenético de lo que se supone debe interesarnos es manejado por quienes controlan los tiempos de esa vida que camina a tranco televisivo. Pero esta vez pasó algo absolutamente fuera de lo común. Extraordinario en el sentido literal de la palabra. Hubo como un geiser de la política profunda (de lo moderno, dirían los filósofos, o mi estimado Rinesi) que desde lo profundo de la tierra le puso política de fondo a la política de superficie. Estaban jugando a las definiciones con lo más trivial; equiparando democracia sólo con comicios. Y vino un chorro desde el centro de la tierra y los puso en aviso: la República y la libertad no son palabritas de un slogan de campaña. Es eso subterráneo que conmueve, sopapea y cambia los términos de la ecuación. Estaban dando por cerrada una etapa y un fallo de la máxima autoridad judicial les dijo: “chicos, no se queden paveando porque este juego viene en serio”. Y mientras armaban un esqueleto argumentativo sobre la base del bonus track de la Corte y no del nudo jurídico, Clarín dejó en offside a sus propios mediocampistas y en una pirueta –de jugador exquisito o de gigante herido, ya veremos- se avinieron a cumplir. Y como si alcanzara ya con eso, en un entrepiso oculto también entró el mejor desinfectante, la luz del sol. Y salieron de la cueva archivos del horror que confirman que los dueños de la palabra también lo fueron de los uniformes y de las botas; y que la estafa al Estado tiene prueba de haber sido tan monumental como la tortura.
Reconozco que no les creí. Digo, la jugada del plancito de adecuación. Jamás. Es que uno se cura de espanto. Y los llamé. A ellos dos. A los abogados. A los que perseguí, molesté, interné a preguntas y dudas durante estos últimos cuatro años para lograr entender cada esquina del debate. “¿Dónde está la trampa?”, fue el mensaje de texto que les envié a dúo a estos dos abogados que son capaces de recitar de memoria artículo por artículo. Ellos me dieron las explicaciones detalladas que necesitaba e intercambiamos pareceres. Y en un momento, de una de las conversaciones, uno de los dos me dijo “¿y si quizás es verdad que les ganamos un poquito?...”

El kirchnerismo siempre fue para mí ese movimiento con muchas características a favor pero con una básicamente sanadora: la capacidad de hacernos ver y comprender que lo que aparecía como muro, era apenas telón y que éste podía correrse, y que una vez corrido nuestros ojos iban a observar en toda su dimensión lo que antes no sólo nos estaba vedado sino que se nos presentaba como inexistente. Y luego, como si con eso ya no alcanzase para rescatarnos del mundo de la mentira, nos invita a hacer algo con eso que vimos y nos desafía a cambiarlo. Pato o gallareta, dice mi vieja. Plata o mierda, decía una amiga. Que salga lo que deba salir. Pero que salga. Que se muestre y pelee. Córranse suplentes y a batallar, titulares.

Hacer visible. Mostrar. Poner en evidencia. Ser el catalizador protagonista del proceso. Revelar (con v corta) para que nos rebelemos (con b larga). Todo eso. ¿Pero ganar? ¿Y si era verdad que les habíamos ganado un poquito?

Y me paralicé. De verdad. Me turbé. Los que estamos de este lado de la historia no estamos muy acostumbrados que digamos a ser los que suben al podio. ¿Gobiernos? Si, varios. ¿Torcerle el brazo al poder? Contadísimas veces y apenitas terminada esa contienda en la que quedábamos mejor ubicados, a prepararse porque el golpe de Estado era el paso inmediato.

Pero después del estremecimiento me quedé pensando y me di cuenta que a lo largo de estos años, de estos 10, ellos habían cometido un error, uno tremendamente grave que en política se paga caro: no es que quisieron pasarnos por encima con sus argumentos, ganarnos la discusión, mostrar la debilidad de nuestras premisas y evidenciar que nuestra posición era la que estaba equivocada. No. Ellos fueron por otro carril. Fueron por nuestra aniquilación como interlocutores. El kirchnerismo y todo lo cercano a él, era una impostura, una mentira, charlatanería, una patraña, falsedad en estado puro. No fueron por nuestros argumentos. Fueron por nosotros. No quisieron eliminar nuestros fundamentos sino a nosotros. El kirchnerismo no es que estaba equivocado. El kirchnerismo sencilla y llanamente no era.
Y la pifiaron. Fiero.

Y ahora no es que estemos cantando victoria. Es que estamos diciendo que estamos. Que somos. Que jugamos. Que somos parte del partido. Y que a veces, las cosas nos salen bien. Por convicción, “por mandato popular, por comprensión histórica, por decisión política” o por casualidad… Estamos. Y ese estar, ese ser, ese hacer fue una declaración ontológica de guerra al cinismo. No a esa moda noventosa, a ese pasar de todo tan cool entre los periodistas supuestamente opositores al menemato. Sino a ese sarcasmo que los poderosos habían elegido como instrumento para esmerilar, primero, y darle el tiro de gracia a la posibilidad de cambio, después.

Escribí en agosto, como un deseo lanzado al aire, como un rezo laico que hace décadas que lo estábamos gritando, primero solos y ahora de a muchos. Que ese 28 y ese 29 de agosto, los de las audiencias, no iban a ser días comunes. Que nos íbamos a levantar; que íbamos a hacer todo lo de la mañana en un par de horitas; que íbamos a pedir reemplazo quienes teníamos la posibilidad; que nos ausentaríamos de otras actividades y que partiríamos a Tribunales. A decirle a esta ley que no estaba sola. Porque no es una normativa escrita en un papel. Es el grito desesperado de una democracia que está harta del discurso único; que está hasta el tuétano del versito del falso pluralismo que pone a opositores a matarse en un set de TV, pero que no se anima a ver qué le preocupa de verdad a un colla; que no da más de que su verdad sea sólo la mercantil y que quiere que al menos una, una solita vez, las corporaciones, en un paisito perdido de un continente olvidado, allá, por el sur de la razón, tengan que pedir, si no, perdón, por lo menos permiso.

Así lo dije. Y lo repetí. Como quien recorre con sus manos, botón por botón, una especie de rosario sincrético entre ruego y militancia.

Y ellos seguían haciendo su juego, su propia partida. Porque para ellos, nosotros no estábamos allí. Hubo uno que se les adelantó en el aviso. En mayo de 2002 el genial, el maestro Nicolás Casullo –que si fuera parte, ahora estaría disfrutando como un loco desencajado estos últimos 10 días- se los dijo: “En ese maltrecho peronismo que vendió todas las almas por depósitos bancarios, Kirchner es otra cosa: insiste en dar cuenta de que ésta no fue toda la historia. Que hay una última narración escondida en los mares del sur”.

Ellos no escucharon. Porque nunca oyen, porque una les habla pero ahí no ven a nadie.

Pero parece que el grito desesperado se hizo escuchar. Que el discurso único tenía fisura. Que la verdad mercantil no era la única. Y el cinismo se debilitó, se secó, se arrugó, se hizo pasita de uva. Y esos más-operadores-que-periodistas, para quienes no es este oficio según Kapuscinski, se quedaron con la boca abierta. Y una vez, una solita vez, las corporaciones, en un paisito perdido de un continente olvidado, allá, por el sur de la razón, fueron obligados a hacerlo y tuvieron que pedir, si no perdón, por lo menos permiso.

martes, 5 de noviembre de 2013

Programa SF 91 - Juliana Di Tullio y Leopoldo Moreau - 2 de Noviembre de 2013


El preámbulo de la democracia.
por Mariana Moyano
Editorial SF del 2 de noviembre de 2013

Resonó. Primero como un susurro lejano; de 30 años. Luego, como bramido, con el estruendo de cadenas y grilletes desmembrados, finalmente a fuerza de historia y perseverancia. Las manos, atrapadas durante años, se liberaban; las que celebraban y, también, las que hoy prefieren la pantomima de la crítica y la obstrucción. Resonaba. Era el sonido de lo libertario. Aquel, y éste. 
Resonó. Porque hasta el nombre agasajaba a la coincidencia. Uno era Raúl, Raúl Ricardo, para más precisión. El otro lleva un Eugenio de bautismo del que prescinde, según mi propio y personal capricho por cómo ese nombre tironea hacia el apellido Aramburu. Él prefiere que lo llamen Raúl. 
El apellido de uno es Alfonsín y será, para siempre, sinónimo de momento iniciático, de primera vez, de puntapié inicial de una institucionalidad que hoy está cumpliendo 30 años. En el DNI del otro dice Zaffaroni y se ha convertido en el pedacito popular de una Corte que, de tan Suprema, pone pocas veces los pies sobre la tierra que el resto de los mortales caminamos. 
Esta semana, el 30, se cumplieron 30 de aquella vez en que poner un sobre en una urna fue lo menos parecido a una formalidad institucional. Nunca un trámite fue tan ceremonia. 
Esta semana, el 29, otro procedimiento del campo los tecnicismos también fue más corazón de epopeya que expediente. Esa Corte -las más de las veces cortesana de lo instituido y paroxismo de la egolatría iluminista- tuvo un gesto. Tuvo el gesto y se atrevió. Y le dio al sistema democrático una fenomenal inyección de democracia que permitió que la institucionalidad se aproximara un poquito más a la libertad. 
“Nadie puede poner en duda que los medios audiovisuales son hoy formadores de cultura (…) Tienen una incidencia decisiva en nuestros comportamientos. (…) Son los medios audiovisuales –más que la prensa- los que nos deciden a salir con paraguas porque amenaza lluvia, pero también son los que fabrican amigos y enemigos, simpatías y antipatías, estereotipos positivos y negativos, condicionan gustos, valores estéticos, estilos, gestos, consumo, viajes, consumo, sexualidades, conflictos y modos de resolverlos, y hasta las creencias, el lenguaje mismo y, al incidir en las metas sociales, también determinan los propios proyectos existenciales de la población. Para cualquier escuela sociológica, fuera de toda duda, esto es configuración de cultura”.
“Ningún Estado responsable puede permitir que la configuración cultural quede en manos de monopolios u oligopolios. Constitucionalmente estaría renunciando a los más altos y primarios objetivos que le señala la Constitución”.
“Pues bien: una Constitución no es un mero texto escrito, sino que vive. Y si se pretende no quedarse en el mero plano del deber ser o del programa irrealizado, debe estar inserto en la cultura del pueblo que la adopta y en constante interacción con ella. Sólo de este modo puede aspirar a ser la coronación de un orden que permita y facilite la convivencia humana lo más pacífica posible. Una Constitución que reúna estos requisitos debe recoger las experiencias históricas y, por ende, operar acorde con la cultura de un pueblo”. 
Y empezaba a tronar. No el escarmiento, sino la memoria viva. Retumbaba en ese texto formal, de considerandos jurídicos de este juez poco afecto al protocolo. Este Raúl que cumplía con los formulismos, pero llevaba su explicación de por qué esa ley -LA ley- es constitucional, a los márgenes de algo mucho más inmenso. Trasladaba los argumentos a un terreno que excede, por lejos, la cuestión de los medios, para introducir el debate en el verdadero sitio donde discurrió siempre esta discusión: el de las emancipaciones y las independencias. 
“Una Constitución” –continuaba este Raúl, Zaffaroni, en su fallo- “que reúna estos requisitos debe recoger las experiencias históricas y, por ende, operar acorde con la cultura de un pueblo. Los objetivos de constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad, no podrían alcanzarse con una Constitución incompatible con la cultura del pueblo que adopta”. 
“Nuestra cultura es esencialmente plural; pues somos un Pueblo multiétnico; nuestra Constitución no aseguró los beneficios de la libertad sólo para nosotros, sino también para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”. 
Y resonó. A casi exactos 30 años del bramido aquel, del otro Raúl, del Alfonsín del principio de todo esto. 
“…Y en todas partes he dicho, y permítanme que lo repita hoy, porque es como un rezo laico y una oración patriótica: que si alguien distraído, al costado del camino, cuando nos ve marchar, nos pregunta cómo juntos, hacia dónde marchan, por qué luchan. Tenemos que contestarle con las palabras del preámbulo y que marchamos, que luchamos para constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino…”. 
No había sido, ni era ahora, inocente sino estricta y eminentemente político el corte, el hachazo, que los Raúles le pegaban al preámbulo para dejar afuera de la cita dos porciones de ese texto fundante que –ésas sí- no emocionan sino que condicionan.
No había sido, ni era ahora, sin querer el no haber incluido aquello de invocar “la protección de Dios”, según ese escrito “fuente de toda razón y justicia” y aquello otro de “ordenar, decretar y establecer”. Raúl sabía y Raúl sabe lo mal que se llevan con la democracia-y sobre todo con la democratización-la mayoría de las sotanas y el mandar autoritario. Así que, un tajo al prefacio para que, al metérsenos en el cuerpo, nos siguiera piantando un lagrimón. 
Fue casual, pero se hizo coro, como teatral. Un Raúl evocaba al otro sin decirlo, sin mencionarlo y hasta sin intención. Como si se hubiera tratado de una coincidencia más librada a los azares mágicos que al berretín de la efeméride. 
Pero era inevitable que vibraran juntos. Que una lectura silenciosa llevara el pensamiento a aquella voz que rugía y se quebraba y nos hablaba de un todos que, ¿por qué no?, inauguraría el ahora tan nuestro, tan propio “para todos”, “para todos y todas”. 
Era inevitable que aquel bramido de la institucionalidad en pañales se colara por los márgenes, los renglones, las comas y las citas de este fallo Supremo. Porque se filtraba, ante todo, por las sangrías: las que implicaron esperar 30 años. 26 para discutirla y otros cuatro para finalmente largar el suspiro, el grito contenido y la lágrima emocionada que guardamos tan celosamente por miedo a la desilusión.
Le buscamos letra chica y gato encerrado. Pero no había ni palabra tramposa ni felino en jaula. Y esperamos la tapa. “Kirchner ya tiene su ley de control de medios” había sido el slogan del tráfico ilegal de ideología devenido información de titular aquel 10 de octubre de 2009. 
Y aguardamos el vómito de odio que llevarían a tapa el día mismísimo en que celebrábamos –todos- el retorno de la institucionalidad y –muchos- que el sistema en que vivimos se pareciera un poquito más a lo que uno entiende por democracia. “Ley de medios”, dijeron esta vez. “La Corte falló a favor del Gobierno”.Asépticos, como obligados a decir algo inmediatamente después del nocáut.
Y adentro, las trampas del mismo calibre que han venido usando hasta acostumbrarnos: “fallo con disidencias”, “con sólo un voto de diferencia”, “cese compulsivo”, “mano política tendida al gobierno” y supuestos tribunales internacionales de defensa de los Derechos Humanos a los que –mienten- podrían acudir. “Stalinistas”, “delincuentes”, “ladrones”, “autoritarios”, dejaron e hicieron decir a sus amigos, esclavos y voceros. “Mazazo”, simplificó La Nación con un grado de precisión, justeza y brutal honestidad que –reconozcámoslo- provocó sorpresa. 
Ellos saben qué implica este fallo de la Corte. 
El sistema republicano había podido –con errores, tironeos, grises, zonceras, claudicaciones y hasta banderas blancas, a veces- meterse con y enfrentarse a: sindicalismos verticalistas, autoritarios y corruptos; militares y uniformados asesinos y genocidas; policías delincuenciales; cúpulas eclesiásticas y dogmas católicos; sistemas educativos, sanitarios y electorales. 
Pudo que gays contrajeran matrimonio; que trans, si así lo prefieren, sean mujeres; que bolivianos, paraguayos, peruanos y quien sea saque DNI si siente este suelo; que parejas se divorcien si el amor desaparece y que padres y madres compartan la patria potestad; que pueblos originarios tengan escuela bilingüe, reconocimiento geográfico y nombre sin desprecio. 
Se pudo cambiar la Constitución y hasta a la Carta orgánica del Banco Central se le pudo meter mano. Se discutió, se votó, se sancionó. Todo eso fue ley y a cumplirlo. 
Sólo quedaba un sector -uno, ese solito, el único- al que ni de lejos, la democracia se podía asomar. 
Con todos excepto con los dueños del dinero y menos, muchísimo menos, con los propietarios del dinero y la palabra. Con ellos sí que no. El borde estaba ahí. Señalaban con el dedo: “el poder son los otros”, describían y “¡fuera de aquí!” porque “nos lo llevamos puesto al que se anima, a su partido, al gobierno y a la República si hace falta”. Bombardeo en la construcción y napalm argumental para la defensa corporativa. Y el gato con letra chica, sin jaula y sin cascabel. Y una democracia renga, débil, con huecos y parches. 
El domingo hubo voto, sistema representativo en ejercicio, conteo y derrota de coyuntura y, hasta si se quiere en el análisis, discutible. 
Esa noche no fue fácil poner la carita en televisión. Pero sin soberbia, ni arrogancia, ni jactancia me atreví a sugerir a quienes, más que cantar, chillaban victoria, aprendieran de las lecciones de la historia reciente y que se asomaran un tantito, sin ceguera ni cerrazón, a la característica más notable del movimiento en el gobierno: su tremenda y extraordinaria capacidad de recuperación, sus modos de reinvención y su originalidad en coyunturas de resistencia. No tenía ni oráculo, ni la información. Sólo lectura política de estos tiempos. 
Y así fue. 24 horas le duró el estrellato al candidato triunfador, ése que se había convertido en una especie de marca de agua en La Nación on line porque, quisiera uno lo que quisiese leer, se encontraba con el abrazo del tigrense con la Malena de moda y el fulgurante –y a la vista de los acontecimientos excesivamente anticipatorio- título:“El amplio triunfo de Massa consolida el cambio político en el país”. Una más de ese tipo de frases que preceden al razonamiento; las que se les caen de la boca y, finalmente, siempre los deja en off side; esa que aseguran el fin de ciclo ante cualquier modificación coyuntural. 
Pero parece que la democracia se empecina y que a fuerza de instituciones y de militancia y de dar batalla y de no ceder y de aprender a no rendirse, ha creado un movimiento que se empeña y que se emperra en estirar hasta el límite posible de esa democracia. Y la convierte en ejercicio de 24 sobre 24 de participación, cambio y avance. O sea, de vida. 
Ese espacio político que nos hace vivir en un permanente, seductor, atractivo y atrayente estado de electrocardiograma. Ese que cuando parece que el cuchillo va a ser introducido en el lugar del dolor más lacerante, revive, se levanta, se pone de pie, da pelea y, varias veces, gana. 
26 años, 4 de espera, 30 de democracia. 73 proyectos. 4 Poderes Ejecutivos que presentaron propuesta. Sólo una con estado parlamentario. La misma que logró aprobación. 7 instancias judiciales. Y una palabra final. 
Siempre pareció imposible. Y ella coincidió: “Es imposible”, sostuvo. Y sin sacarnos los ojos de encima -en aquella para mí memorable reunión- y sin quitarnos un segundo de esperanza y convicción le puso pasión, certeza y promesa al comentario: “Es imposible. Pero alguien tiene que hacerlo”. 
Y lo hizo. Y se hizo. Y la democracia es ahora menos renga, menos débil, sin tanto hueco y con menos parche. 
Y resuena. Porque no se trata de un par de licencias, de cuatro o cinco pantallas o de una grilla injusta. Sabemos, lo sabemos bien todos que se trata, en serio, hasta el hueso y de una vez por todas, de promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino…”.