domingo, 26 de octubre de 2014

Programa SF 131 - Veronica Bogliano y Natalia Federman - 25 de Octubre de 2014


La construcción del enemigo. 
por Mariana Moyano
Editorial SF del 25 de Octubre de 2014.

Si uno es más o menos buena gente, lo único que puede hacer mientras ella habla es bajar la cabeza. Se lo debemos, porque todos -responsables directos, gobiernos, medios y sociedad- estamos en deuda con ella. Con ella y con su mamá. 

Tiene la mirada dura. No es para menos: esos ojos parecen haberlo visto todo, lo que querían y lo que no. Tiene un corte punk: media cabeza rasurada y del otro lado, un par de mechones cortos. Es un estilo provocador, que aunque no hable, dice. Es menudita y hasta que no se la escucha hablar parece sólo un alma en pena. Pero no, no se lamenta. Y, como tiene las cosas claras, no grita. Es precisa, punzante, hiriente porque lanza verdades. Es un cuadro político que, probablemente, se formó como tal a la fuerza. Porque sólo con crecimiento podía enfrentar eso que algunos llaman destino: la desaparición de su hermano, Luciano Arruga.

Ella se llama Vanesa Arieta y es físicamente la antítesis del recuerdo gráfico que todos tenemos de su Luciano. De él nos queda la imagen de un pibe sonriente, con unos dientes enormes, blancos, perfectos. Ella no sonríe y el perfil de su cuenta de twitter explica por qué: “5 años sin Luciano. Ni vivito, ni coleando. Desaparecido por la policía bonaerense y en democracia”.

Su primera aparición pública en televisión fue conmovedora. Le quitó protagonismo y palabra nada menos que a Horacio Verbitsky, lo que no es poco decir. Habló tranquila. Explicó. Dio detalles y cuando quiso que entendiéramos bien de qué cuernos iba el caso miró directo al periodista que la entrevistaba y demolió: “Imaginen el estereotipo del pibe chorro, bueno, es mi hermano". En 10 palabras, la estigmatización explicada a la perfección.

“Luciano Arruga dejó de ser un desaparecido el jueves a la noche, cuando un dactilóscopo de la Policía Científica de la Federal entregó al Juzgado Federal de Morón el cotejo de huellas digitales que había dado positivo. Había cruzado las muestras de un cuerpo enterrado en 2009 como NN después de un accidente de tránsito y las del joven de La Matanza. El viernes a la mañana los operadores judiciales de Morón y del Ministerio de Seguridad de la Nación, fueron hasta el Juzgado de Instrucción 16 de la ciudad de Buenos Aires donde tramitó la causa del accidente. Ahí encontraron el expediente completo. No había dudas: era Luciano y estaba enterrado en una tumba del cementerio de Chacarita. En 48 horas se había desatado, después de 5 años y 8 meses, un nudo de incerteza, encubrimiento policial y desidia judicial”, dice una crónica sin fisuras del 18 de octubre de este año del siempre bienvenido portal Infojus Noticias.

Si uno es más o menos buena gente, lo único que puede hacer mientras escucha las condenas es bajar la cabeza. Se lo debemos a las aproximadamente 200 personas que pasaron por La Cacha. Porque todos -responsables directos, gobiernos, medios y sociedad- estamos en deuda con ellos. Con ellos y con sus familiares.

Ayer (viernes 24 de octubre) cuando el sol ya se estaba despidiendo, el Tribunal integrado por Carlos Rozanski, Pablo Vega y Pablo Jantus, dio a conocer la sentencia. En lo que fue conocido como juicio de La Cacha, se juzgó desde diciembre de 2013 a 21 represores por las detenciones ilegítimas de 128 personas.
No se puede decir que hubo final feliz, pero –aunque tarde- al menos, es reparador. El Tribunal Oral Federal Nº 1 de La Plata condenó a prisión perpetua a 15 de los 21 imputados. Hubo, además, condenas de 13 y 12 años de cárcel para tres civiles y un marino que participaron de la cotidianeidad de aquel centro de detención. Y fue absuelto un militar. Los nombres más resonantes de los condenados son los del ex ministro de gobierno Jaime Lamont Smart y el del ex director de Investigaciones de la policía provincial Miguel Etchecolatz. Dice la crónica del día, además, que “por genocidio, por privaciones ilegítimas de la libertad y tormentos, los jueces condenaron a perpetua a casi todos los militares que integraron el Destacamento de Inteligencia 101: Carlos del Señor Hidalgo Garzón, Jorge Di Pascuale, Gustavo Cacivio, Ricardo Fernández, Miguel Angel Amigo, Roberto Balmaceda, Emilio Herrero Anzorena, Carlos Romero Pavón y Anselmo Palavezzati. Luis Perea fue absuelto. Los tres civiles miembros del destacamento, Raúl Ricardo Espinoza, Claudio Raúl Grande y Rufino Batalla, recibieron 13 años de prisión y Juan Carlos Herzberg, 12. Se dictó perpetua para Héctor “Oso” Acuña, uno de los más feroces torturadores de La Cacha y para Isaac Miranda, los únicos dos penitenciarios sometidos a este juicio”.

Salvo el de Miguel Etchecolatz, varios de estos apellidos nos suenan desconocidos. Pero hay dos que acarrean una mochila cargada de símbolos en los cuales vale detenerse. Uno, porque logró el apoyo de la vocería de la civilidad de la dictadura a través del diario La Nación. El otro, porque en un gesto que uno no termina de entender si fue torpeza o el muy definido objetivo de no caer solo, le confesó a Rozanski la vinculación directa de la prensa con el genocidio.

Hace muy poquito - excesivamente poco como para que no impresione- La Nación salió a defender a uno de los suyos y lo hizo así: “Jaime Smart ha sido privado de su libertad sin que haya podido demostrarse su responsabilidad en los hechos que se le imputan. Los procedimientos llevados a cabo en el marco de la lucha contra el terrorismo se realizaban en el más absoluto secreto para los funcionarios civiles de los gobiernos nacional y provinciales.

35 años después, no sólo se desconoce que fue ajeno a los hechos, sino que también se violentaron los principios básicos de la justicia como el de legalidad e irretroactividad de la ley penal.Queda confiar en que se haga justicia y que se disponga el cese de la actual situación del doctor Smart. De lo contrario, no podrá evitarse que muchos entiendan que casi cuarenta años después, Smart (es) perseguido por un gobierno en el que algunos ex terroristas hoy se enseñorean en importantes puestos”. El texto fue un editorial. El título, “La persecución a Jaime Smart”. Y la fecha de publicación, el 23 de septiembre de 2011.

El otro nombre que retumba no tiene la defensa abierta que quizás esperaba de esa prensa de la que supo ser cercano socio. Ante el Tribunal, Palavezzati, ex capitán del Destacamento de Inteligencia 101, explicó uno de los modos en que ciertos medios trabajaban codo a codo con la dictadura. Sus palabras abrieron la puerta para que se investigue la posible sociedad del diario El Día de La Plata con la dictadura. Kraiselburd –y varios, si los Tribunales argentinos se animan- puede seguir los pasos de Vicente Gonzalo Massot en el delito de acción psicológica.

El 8 de febrero de este año, en su declaración pretendidamente auto exculpatoria describió que su principal actividad era la de encargar al diario El Día ya Radio Provincia tareas de recopilación de informaciones para preparar sus informes de inteligencia.“Se hacía un tipo de encuesta en la vía pública, de forma reservada. Eran conversaciones informales. Esa gente no sabía que era una actividad de inteligencia. Se las encargaba a hacer a El Día, no era personal del Destacamento”, dijo. El juez Carlos Rozanski le repreguntó no sin asombro: ´¿O sea que el diario El Día hacía tareas de inteligencia para ustedes?´”. La respuesta fue un intento por minimizar daños “No eran tareas de inteligencia. Eran encuestas para saber el estado de ánimo de la gente”. Se trataba de “saber cómo las decisiones de la Junta Militar influían en la población y… los diarios saben de esas cosas cotidianas´”.
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Hay algo, aún, en los modos del decir y en la falta de recorrido profundo de la historia reciente, que nos impide destabicarnos para contar mejor. Ya podemos –a fuerza de insistencia de quienes incluso en los momentos más desérticos de la esperanza no bajaron la guardia- hablar de la dictadura como cívico-militar, de sistematización de la muerte, de genocidio y, a veces, hasta somos capaces de salirnos de las historias individuales para mirar todo el film completo.

A los desaparecidos de la democracia, a esos cuerpos que se esfuman luego del asesinato, el secuestro o la golpiza policial aún no podemos ubicarlos del todo en una problemática más general. Hablamos de “casos”. Nos quedamos en la experiencia particular. Y nombramos a Jorge Julio López, a Luciano Arruga, a Mariano Wittis o a Sebastián Verón. Pero no hacemos la línea de puntos que unen aquella experiencia de esta desaparición.

Sebastián Verón quedó inconsciente por los golpes que le propinaron policías de Mendoza. Fue tirado a un risco y abandonado a la suerte de los ojotes, esos caranchos que revolotean sobre lo ya sin vida. El Tribunal de San Rafael juzgó a los responsables de su muerte y condenó al ex comisario Hugo Trendini a 15 años de prisión, por encontrarlo máximo responsable, y dictó penas de entre 10 y 12 años a todos los que participaron del asesinato.

Trendini recuperó pronto la libertad, pero la justicia federal volvió a detenerlo, esta vez, por crímenes de lesa humanidad. Mariano Tripiana, militante de HIJOS no pudo ser más claro: “A Sebastián lo mató la impunidad. Trendini debía estar tras las rejas cumpliendo la condena que merece por la desaparición de mi padre”.

Cuando Palavezzatti abrió la boca y decidió hundir al diario El Día no sabía que estaba dándonos a conocer un ejemplo práctico de lo que el Modelo francés teorizó como doctrina de Acción Psicológica, un modo de crimen que la Argentina está recién empezando a darle la forma jurídica que le corresponde.

Porque no es azar; no son tiros al aire. Es un disparo a un blanco específico, a un objetivo definido. Y para apretar el gatillo, quien lo hace, debe tener un enemigo claramente construido. Extremistas subversivos y apátridas que sólo buscan hacer flamear el sucio trapo rojo, valen para un caso; pibes morochos, pobres y con gorrita, sirven para otros. Alguien tuvo que escribir sobre las “bandas del terror”, para que alguien lo leyera y no cuestionara al otro alguien que desaparecía. Alguien tuvo que llamarlo “menor” en lugar de “chico”, para que alguien le tuviera miedo y otro alguien se atreviera a desaparecerlo. Porque no es azar; no son tiros al aire. Es un disparo a un blanco específico. Para apretar el gatillo, alguien debe tener un antagonista, un enemigo claramente construido.

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